Como era de esperarse en este caso, el último en llegar fue el primero en jerarquía. El mero mero, como dicen los mejicanos, el presidente de la compañía en persona, el licenciado de verdad, el querido jefe. En su presencia enmudecían los adulones porque no en vano tenía fama de recto y circunspecto y su cara no invitaba a que le tomaran el pelo, el poco pelo que le quedaba, ni a que nadie se sintiera en confianza con él. Era un tipo seco, reservado, que mantenía la distancia con sus empleados, a excepción de las secretarias.
Sí, el único vicio, la única debilidad que le conocían eran las secretarias a las que promovía o despedía por motivos que sólo en apariencia eran inexplicables (la carne es débil, ya se sabe, esa “carne que tienta con sus frescos racimos”) y algunas, por cierto, lo miraban siempre con recelo, casi con ojeriza.
En todo lo demás era persona intachable y con un par de tragos salía a relucir la cabeza de cordero sobre su piel de león. Lo cual no impedía a los resentidos de vocación criticar su conducta y cuestionar su integridad, su proverbial honestidad. Uno de ellos, cuyo nombre me reservo para no pecar de indiscreto, hablaba pestes –pestilencias inimaginables- de la manera en que el licenciado se conducía en la administración de la empresa y mencionaba, impúdicamente, negocios turbios que solo una mente enferma como la suya podía inventar. Yo prefería no prestar atención a esas diatribas.
En fin, lo que cuenta es que a partir del momento en que hizo su entrada triunfal el inapreciable mandamás, la lista de invitados a la fiesta estaba completa y todo procedió de maravillas, exactamente según lo planeado. Fue, más bien, una especie de carrera contra el reloj, que es el verdadero reloj de las fiestas, donde las horas no avanzan, sino que retroceden hasta llegar a un punto muerto.
Durante la primera hora el reloj de pared coincidía con el reloj de la fiesta porque, en rigor, ésta no había comenzado. Apenas eran las nueve de la noche y los convidados sólo estaban achispados, pero ya comenzaban a tratarse como hermanitos.
Treinta minutos más tarde el reloj de la fiesta se había disparado y sonó la hora de las manifestaciones de aprecio. Los empleados de menor categoría confraternizaban con ejecutivos y secretarias y todos me manifestaban su aprecio cada vez que descorchaba una botella de vino y renovaba la provisión de whisky y Coca-Cola. El Príncipe me manifestaba su aprecio cuando le preparaba su trago favorito. El licenciado-presidente y el seudo licenciado-vicepresidente me manifestaban su aprecio dándome palmaditas en los hombros. Únicamente la directora de medios, entre todos los presentes, no fue gentil conmigo, pero a eso ya me tenía acostumbrado.
Cuando el reloj de pared marcaba las diez y media, en el reloj de la fiesta dieron la hora redonda de las confesiones íntimas (si acaso no son siempre íntimas las confesiones) y de mayores manifestaciones de aprecio. El director de arte confesó que siempre había sentido admiración por mi trabajo. Mi dilecto amigo, el contable, confesó que el ambiente de la oficina ya no era el mismo sin mí. El director de arte y el director de producción confesaron –y con razón- que mi persona hacía tremenda falta en sus respectivos departamentos. La más encumbrada ejecutiva de cuentas (y de cuentos), que nunca había comulgado con mi manera de ser y mucho menos con mi manera de vestir, confesó que en su opinión, y sopesando tantas circunstancias adversas, había llegado yo muy lejos en la vida, cosa que le agradecí finamente, ignorando el sarcasmo. Por último el inefable cobrador, sorprendentemente confesó entre risas haber sido el autor de una pesada y muy celebrada broma: una broma tan pesada como un pastel de cumpleaños revestido por una deliciosa capa de chocolate ex-lax. El fatídico laxante, devastador en grandes dosis, me mantuvo un día, ignominiosamente, en el hospital, haciendo lo que pueden imaginar. De eso juré vengarme algún día.
A las once y quince el ambiente se había democratizado de tal manera que los mensajeros le pedían cigarrillos al querido presidente y usaban chanzas con el cofrade Biglietti, cuando no le echaban un brazo sobre los hombros para tomarse fotos de igual a igual, burlando el protocolo habitual entre nosotros, las normas de respeto. Había comenzado la hora del relajo que era también la hora del escarnio, de la befa, del chiste picante a voz en cuello, de las alusiones personales hirientes que muchas veces ponen al desnudo imprudentes verdades, aunque no por eso dejen de ser divertidas. El Príncipe (que como de costumbre era el alma de la fiesta), llevaba la voz cantante en este sentido. No solamente tenían gracia las cosas que decía sino la forma en que las decía. En una ocasión se dirigió a una hermosa secretaria que vestía una ajustada minifalda, y sugirió que a juzgar por todo lo que enseñaba tenía que ser buena maestra. La agraciada hizo un mohín cómicamente despectivo para desentenderse de las risas que desató la ocurrencia entre la concurrencia, y como las risas no cesaban, salió disparada en dirección al baño, moviendo exageradamente el trasero, un trasero monumental a decir verdad. Y entonces el Príncipe, que se la comía con los ojos, dijo en voz alta, muy alta, que ese si era un buen espacio para una valla publicitaria. La inventiva del Príncipe fue acogida con sonoras risotadas, pero la ocurrencia más celebrada que alguien tuvo esa noche fue –como tenía que ser- a costa mía y resultó tan urticante e inesperada que sorprendió a los más avispados, sin mencionar, desde luego a este servidor.
(De “Los ritos ancestrales”).