El titular también presentaba en bandeja de plata los resultados finales del trabajo realizado con el sudor de mi frente y recibía –cuando recibía- las felicitaciones de la empresa y los clientes. Cualquier error u omisión se cargaba a mi cuenta.
Faltaría, sin embargo, a mi personal honestidad si no dijera que todos en la oficina reconocían mi capacidad y dedicación al trabajo. Y cuando digo todos me refiero a todos, sin excepción. Sólo que por motivos en parte ya mencionados (mi timidez cerval, mi humildad franciscana, mi esmirriada figura, mi falta de personalidad), nunca me sentí ni logré hacer que me sintieran calificado -¡esa es la palabra!- para ocupar el cargo que merecía. Quizás igualmente influyera mi carencia de ambición, ambición y malicia, pero sobre todo, como ya he dejado entender, mi irritante poquedad o llámese como se quiera.
¿Para que negarlo? Soy nombre inseguro de mí mismo, plagado de miedos y dudas. De lo que nunca tuve dudas fue de la estima que me dispensaban mis ex compañeros de trabajo. Así me lo demostraron acudiendo -sin faltar uno solo- a mi fiesta. Hay que reconocer, desde luego, que la invitación era tentadora. Habíase anunciado whisky a voluntad y un exquisito buffet de la cocina del Sheraton. Comoquiera que fuera, el hecho es que llegaron todos y a tiempo. En grupos llegaron los empleados de menor categoría: llegaron los mensajeros internos, llegaron, en sus motos, los mensajeros externos, llegaron en taxi las encargadas de limpieza: mis más cercanos amigos.
En orden no necesariamente jerárquico llegaron después las recepcionistas y las despampanantes secretarias, y llegó la más encumbrada ejecutiva de cuentas en compañía de un joven creativo o copywritter (ambos con los ojos aguados y el caminar vacilante). Detrás llegó la Directora de medios, que era una impresionante mujer de apaga y vete, escoltada por sus asistentes, que parecían damas de compañía. Llegaron, con mucho alboroto, los indisciplinados integrantes del departamento de arte en pleno: primero el Director, seguido por los dibujantes, el fotógrafo, el ayudante del fotógrafo, el fotomecánico y otro dibujante que se distinguía de los demás por sus movimientos manieristas y su alegría exuberante. No cabía en sí de gozo y empezó a desplazarse entre los invitados prodigando besos y abrazos y dando pasos de danza de alto vuelo (o con los que parecía querer emprender el vuelo).
En el automóvil de la compañía –con el chofer al volante-, llegó la secretaria del Presidente, que a la vez era amante del Presidente. Casi por coincidencia, llegaron al mismo tiempo otros dos ejecutivos de cuenta que también eran amantes de la amante del Presidente.
Mi alegría no tuvo límites cuando vi llegar a mi dilecto amigo el contable, junto a su asistente y el cobrador. Este último era un hombre de toda su confianza, no de la mía. En una borrachera indecorosa trató de empañar nuestras relaciones insinuando que había sido él –mi dilecto amigo, el contable- quien se había opuesto a que me dieran mi liquidación. Una calumnia, sin duda, y una falta de respeto a su jefe inmediato que nunca pude perdonarle. Con gusto lo hubiera denunciado y echado a patadas de la fiesta, pero nobleza obliga a discreción: un rasgo natural en mí.
Por lo demás, mis ojos volvieron a llenarse de contento cuando llegó el Príncipe, el flamante Director del departamento de relaciones públicas. Le decían el Príncipe porque vestía como tal y nunca daba lo que dice un golpe, como no fuera de barriga. El príncipe era mi amigo y consejero. Las pocas veces que en su presencia externé alguna queja sobre mi situación en la empresa, el Príncipe tuvo para mi palabras de aliento que al mismo tiempo me devolvieron la cordura. Sutilmente me hacía notar que a causa de mi origen social y apariencia debía limitar mis aspiraciones o por lo menos esperar con paciencia mi oportunidad. Cosa que ya saben que hice durante treinta años.
Sí, el Príncipe era mi amigo, como al igual lo era el licenciado Biglietti, que por cierto fue uno de los últimos invitados en llegar. Naturalmente el hecho respondía menos a la casualidad que a su alta investidura. El licenciado Biglietti era nada más y nada menos el Vicepresidente-administrador de la empresa, el hombre del Mercedes que mencioné al inicio, sin ánimo de sembrar cizaña. Era una bella persona, sin duda, que gozaba del mayor respeto entre nosotros, si se juzgaba por las reverencias que le hacían a su paso. Un grupo de entusiastas le tributó un nutritivo aplauso que el licenciado acalló modestamente con gestos y palabras. A la mayoría los saludó con un apretón de manos. A mi me concedió el honor de un abrazo. Luego dijo unas palabras, propuso un brindis y la audiencia estalló de nuevo en aplausos. (“Como enjambre de alegres mariposas, volaron los elogios en redor”). Y el licenciado, ciertamente, se los merecía.
Era, repito, una bella persona, una de las personas más bellas y nobles que he conocido, que nunca conoceré, un ser humano excepcional dotado de la más fina sensibilidad y amplitud de miras, todo un personaje que inspiraba cariño y respeto, tal y como demostraba su gratísima presencia en la fiesta.
Pero el licenciado ocupaba un cargo envidiable, y no faltaban, por supuesto, los envidiosos que atribuían su posición a razones ajenas a su formación profesional. Yo mismo, por lealtad a mis principios, no puedo permitirme pasar en silencio que en eso, por desgracia, no se equivocaban sus detractores. Me apena, ciertamente, confesar que, a pesar de tantas virtudes, el licenciado no era vicepresidente ni tesorero, era una figura más o menos decorativa impuesta por sus parientes, los dueños de la agencia y de la mitad del país. Confidencialmente, y con dolor de mi alma, debo añadir que el hombre tampoco era licenciado ni le hacía falta serlo. Su profesión era su apellido.
(De “Los ritos ancestrales”).