Coautor Francisco Rodríguez
NUEVA YORK – Ha pasado un mes desde que Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, declaró que asumía los poderes de la presidencia venezolana –actualmente en posesión de Nicolás Maduro–, y la crisis política en el país está lejos de terminar. La escalada de tensiones ha llegado a un punto en que la posibilidad de una guerra civil declarada –un escenario aparentemente inverosímil hace pocas semanas– es cada vez mayor. Al menos cuatro personas murieron y cientos resultaron heridas en choques violentos ocurridos en las fronteras de Venezuela el fin de semana pasado, cuando fuerzas del gobierno abrieron fuego contra opositores que intentaban entrar envíos de ayuda humanitaria al país.
El régimen de Maduro es autoritario, y está militarizado y dispuesto a matar a civiles para mantener el poder. Una encarnizada división atraviesa la sociedad venezolana, entre los revolucionarios inspirados por Hugo Chávez (el antecesor de Maduro) y una oposición numerosa que se siente avasallada. Ambos lados se desprecian mutuamente. Se plantea pues una difícil pregunta de índole práctica: ¿qué hacer para alejar a Venezuela de una guerra civil y encaminarla hacia un futuro pacífico y democrático?
En relación con este importante desafío, el gobierno del presidente estadounidense Donald Trump cometió un grave error de cálculo. Cuando Estados Unidos reconoció a Guaidó como presidente de Venezuela –junto con un grupo de países latinoamericanos– y prohibió la compra de petróleo al gobierno de Maduro, apostaba a que la presión bastaría para derribar al régimen. Como dijo al Wall Street Journal un ex alto funcionario de los Estados Unidos: “creyeron que sería una operación de 24 horas”.
Estos errores de cálculo vienen de antes del gobierno de Trump. A mediados de 2011, el presidente Barack Obama y la secretaria de Estado Hillary Clinton anunciaron que el presidente sirio Bashar al-Assad debía “hacerse a un lado”. Y en 2003, George Bush (hijo) declaró “misión cumplida” poco después de la invasión estadounidense a Irak. Son todos ejemplos de la arrogancia de una superpotencia que una y otra vez subestima las realidades locales.
La capacidad de Maduro para soportar una presión intensa de Estados Unidos no sorprende a quienes observan de cerca al ejército venezolano. Las estructuras de mando centralizadas de la inteligencia militar, sumadas a los intereses personales de altos oficiales que controlan importantes segmentos de la economía, hacen sumamente improbable un alzamiento militar contra Maduro. La provocación estadounidense puede abrir una grieta entre los comandantes militares y los oficiales de menor jerarquía, pero eso sólo aumentaría la probabilidad de que el país se hunda en una sangrienta guerra civil. Hasta ahora, no hubo deserciones entre oficiales de alto rango con control directo de tropas.
Frente a la perspectiva de que el cambio de régimen no será rápido, el gobierno de Trump y algunos sectores de la oposición venezolana han empezado a pensar seriamente en una intervención militar. Con una terminología similar a la de un discurso reciente de Trump, el sábado Guaidó escribió que pediría formalmente a la comunidad internacional “tener abiertas todas las opciones”. En tanto, el senador republicano Marco Rubio, que ha hecho las veces de autodesignado gurú de Trump en lo referido a Venezuela, advirtió en Twitter que la actuación de Maduro había abierto la puerta a “acciones multilaterales que hace sólo 24 horas no estaban sobre la mesa”.
En realidad, parece que Trump ya tenía en mente estas ideas hace algún tiempo. Como reveló hace poco el ex director interino del FBI, Andrew G. McCabe, en su libro The Threat [La amenaza], Trump dijo en una reunión de 2017 que pensaba que Estados Unidos debía ir a la guerra en Venezuela; sus palabras, según McCabe, fueron: “Tienen todo ese petróleo y están aquí al lado”. Estos comentarios recuerdan una declaración que hizo Trump en 2011, según la cual Obama se dejó “estafar” al no exigir la mitad del petróleo de Libia a cambio de la ayuda estadounidense para derrocar al dictador Muammar el-Qaddafi.
Las intervenciones militares de Estados Unidos no obedecen solamente a intereses económicos y comerciales. Una actitud intransigente ante Maduro también cuenta con amplio apoyo entre muchos votantes estadounidenses de origen cubano o venezolano residentes en Florida (el estado de Rubio), que será un campo de batalla clave en la elección presidencial de 2020.
Los partidarios de una intervención militar estadounidense insisten en mencionar a Panamá y Granada como precedentes de un cambio de régimen rápido liderado por Estados Unidos. Pero a diferencia de esos dos países, Venezuela tiene un ejército bien armado con más de 100 000 soldados. Es verdad que Estados Unidos puede vencer al ejército venezolano, pero es posible ser consciente de las atrocidades de los regímenes autoritarios y al mismo tiempo comprender que los intentos de derribar esos regímenes suelen terminar en catástrofe, como sucedió en muchas de las guerras de Estados Unidos en Medio Oriente.
Incluso sin una intervención militar, la política de sanciones de Estados Unidos, de continuar, sólo conseguirá producir una hambruna. Al cortar la venta de petróleo venezolano a Estados Unidos y amenazar con castigar a empresas no estadounidenses que hagan negocios con la petrolera estatal de Venezuela, el gobierno de Trump creó uno de los regímenes de sanciones económicas más punitivos en la historia reciente. Pero en vez de alentar un golpe, el hecho de aislar económicamente a un país que básicamente se alimenta con sus ingresos petroleros puede sumir a toda la población en el hambre.
Los vecinos de Venezuela y la dirigencia internacional deben descartar la opción militar estadounidense. Venezuela no necesita una guerra, sino una mediación para que haya nuevas elecciones. También necesita urgentemente un período interino de tregua política en 2019 para poner fin a la hiperinflación devastadora, reiniciar los flujos de alimentos y medicinas y reconstituir las nóminas e instituciones electorales para una elección pacífica y creíble en 2020.
Una solución pragmática podría ser que el gobierno actual siga controlando el ejército y que personal técnico con respaldo de la oposición tome control de las finanzas, el banco central, la planificación, la ayuda humanitaria, los servicios de salud y las relaciones exteriores. Ambos lados acordarían un cronograma para una elección nacional en 2020 y una desmilitarización, con supervisión internacional, de la vida cotidiana, con restauración de los derechos civiles y políticos y de la seguridad física dentro del país.
Esta solución debería supervisarla el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El Capítulo VII de la Carta de la ONU estipula: “El Consejo de Seguridad determinará la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión” y tomará medidas “para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales”. El Consejo de Seguridad también es el ámbito correcto desde el punto de vista pragmático, ya que Estados Unidos, China y Rusia tienen intereses financieros y políticos en hallar una solución pacífica en Venezuela. A los tres países no les sería difícil acordar una ruta hacia elecciones en 2020. Es alentador que el papa Francisco y los gobiernos de México y Uruguay también se hayan ofrecido para colaborar en una mediación que permita encontrar una salida pacífica.
Trump y otros dirigentes estadounidenses dicen que el tiempo de negociar ya pasó, y creen en una guerra corta y rápida, en caso de ser necesario. La dirigencia internacional –y sobre todo, la de los países latinoamericanos– debe abrir los ojos a los riesgos de una guerra devastadora que puede durar muchos años y afectar a toda la región.
Francisco Rodríguez: Jefe de Economistas Torino, fue asesor del candidato presidencial venezolano Henri Falcón.