A la memoria del amigo Arq. Emilio Brea
Las primeras horas de la mañana son el momento ideal para ver la Zona Colonial en el esplendor de su legado histórico, y en la dimensión e incoherencia de lo que quiere hacerse, con lo que realmente se hace, frente a la desidia de autoridades y ciudadanos.
Es realmente punzante escuchar el canto de los pájaros y ver llegar la jauría, compitiendo con los que recogen botellas y hurgan en basureros por algún desecho para el desayuno, ante la sorpresa de turistas madrugadores.
Al caminar por la calle Las Damas se respira un olor nauseabundo que emana de las cloacas, frente al Hostal Nicolás de Ovando y la Embajada francesa, mientras la mujer policía se extrae las espinillas, en el espejo retrovisor de una yipeta estacionada frente al Panteón Nacional.
A estas horas tempranas, algunos se ejercitan en el Alcázar, y los sin techo, tras dormir a los pies de la estatua de María de Toledo, despiertan golpeados por el sol. Junto a los locos que viven en la zona, que empiezan su jornada con rituales de limpieza, como la señora que realiza su aseo ante los ojos de aquellos obreros que atraviesan la plaza España en motos, y alguien sale de los arbustos ajustándose el pantalón, tras haber hecho sus necesidades entre la buganvillas rosadas y blancas que bordean el lugar.
Es justamente alrededor de esta plaza, donde se expresan muchas de las contradicciones de la Zona, con aquellos 7 restaurantes en hermosas casas, donde empleados amanecidos y madrugadores preparan la llegada de los comensales.
Hacia el norte de la plaza, policías turísticos, municipales y nacionales, junto a empleados públicos, empiezan a sentarse en los 4 bancos de hierro en forma de L. Dialogan, desayunan, leen la prensa y chequean sus celulares. Esperando la llegada de la directora del Museo Virreinal, a quien su chofer deposita justo en frente de los siete escalones que la separan de la realidad.
Es así como en la Plaza convergen caminantes, locos, perros, dominicanos sin casa ni documentos, tres órganos policiales, estudiantes que no van a clases, guías que cuentan historias, mientras venden postales, y baratijas chinas. En medio de la empleomanía de Roberto Salcedo, que barre la plaza por cuadrante con hojas de palma, recogiendo la basura a mano pela, para que el camión vuelva a derramarla.
La plaza va mostrando los estragos del mal uso, saqueo, graffitis y placas conmemorativas a punto de desaparecer, junto a pequeñas estructuras de hierro, que recubren faroles, utilizados como asientos por policías, guías y hasta músicos populares.
De la estatua del Fray, al centro de la misma chorrea una tinta verde, dando señales de vandalismo – más parece guardar la forma entre los excrementos de las palomas, a quienes da de comer un señor de rostro desfigurado, portando un carnet.
Caminar por la Zona puede ser delicioso, pero puede llevarnos a emociones contradictorias, donde sólo la calle El Conde bastaría para ilustrar una sensación de enojo, al apreciar en perspectiva el esplendor de un tiempo, junto a toda la sordidez e irresponsabilidad del presente. Basta con echar una larga mirada que comienza por la estatua de Colón, amenazada por los ladrones de metales, hasta el empaste del Altar de la Patria.
La placidez del Conde matinal, tenuemente luminoso, parece más el campo donde Atila puso las patas de sus caballos, que una calle emblemática de un espacio urbano latinoamericano, calificado de “Patrimonio de la Humanidad” – carente de toda humanidad.
Nos lo recuerda la basura, sobre aquella capa sucia, grasienta, que es el pavimento, cubierto por “arte nativo”, cual mercado modelo “Petit Haití.” Mientras extraños carros cargados de objetos, que no tienen nada que ver con la artesanía nacional, salen de las calles aledañas para ocupar todos los espacios peatonales de aquella vía, que aglutinó los negocios más prestigiosos que tuvo la ciudad, desde antes y después del ciclón de San Zenón – donde ahora conviven sin memoria el arrabal, prostitución, corrupción, turismo, delincuencia, locura, alcoholismo, droga, migración, comerciantes… con algún sofisticado negocio, como una pequeña cafetería francesa.
La Zona se despierta huérfana, entre una delincuencia implacable que asalta desde temprano y trabajos que avanzan lentamente, al tiempo que se destruyen rápidamente los recién colocados pilotes para evitar el estacionamiento de vehículos. Debatiéndose el deseo de preservar con la destrucción, junto a la aberrante necesidad de acabar con lo público desde lo público.
Mientras los residentes luchan con la incertidumbre entre partir o permanecer, junto a inversionistas internacionales que intentan instalarse en el país –que, de acuerdo a Forbes, comporta grandes riesgos para la inversión -, en una zona urbana en transición de la cual pocos saben lo que representa desde el punto de vista estético, arquitectónico e histórico. Pero que indudablemente nos devuelve a todos esa agradable sensación de “flâner” (como se dice en francés), de callejear, de vagar en una ciudad que se vuelve cada día más inhóspita.