“La nueva Estrategia de Seguridad Nacional presentada por el presidente estadounidense, Donald Trump, seguramente continuará las medidas arrogantes de Estados Unidos durante los últimos 30 años, desestabilizará las principales regiones del mundo, creará hostilidades donde no es necesario y aumentará las posibilidades de guerras innecesarias”- revista bimestral The American Conservative.
En lo que va de siglo, los Estados Unidos consolidan su rol como desestabilizador de naciones, especialmente de aquellas que disponen de ricas reservas de recursos naturales –petróleo, gas, agua dulce, biodiversidad o minerales estratégicos- y cuyos líderes intentan emprender caminos propios.
Hoy se llega a extremos insospechados. El develamiento en esta semana de la Estrategia de Seguridad Nacional de la gran nación, pone los pelos de punta.
En esta estrategia, el presidente Trump, el impredecible multimillonario que prometiera en campaña mirar hacia adentro y establecer la armonía afuera, enarbola la vieja doctrina de confrontación militar, de intimidación, de supremacía absoluta, de agarre rabioso al cada vez más débil orden unipolar, de desprecio por el derecho internacional y de desconocimiento cínico y flagrante de los ordenamientos jurídicos nacionales.
Trump pone en bochornosa evidencia un hecho que muchos conocen. Demuestra, con sus políticas y arrebatos militaristas recientes, que el presidente de los Estados Unidos es una figura decorativa, una especie de títere perplejo del complejo militar-industrial (financiero) norteamericano, así como de otros poderosos intereses que configuran la rueda del gran poder que nunca deja de girar imperceptiblemente en las sombras.
El primer punto cardinal de la nueva Estrategia, referido a la defensa de la patria, el pueblo y el estilo de vida norteamericano, estuviera muy bien si no fuera porque esa defensa se tradujera en los hechos en la destrucción literal de otras patrias, generando colosales tragedias humanas que terminan atentando contra la seguridad, inclusive, de los propios aliados. Se traduce así en la negación del derecho legítimo de otros pueblos de decidir su destino y sus gobernantes, lo cual es parte consustancial y primaria de la democracia.
Mal haríamos en cuestionar el segundo punto de la Estrategia: promover la prosperidad estadounidense, en la medida en que la conducción democrática de los pueblos tiene, como uno de sus principales objetivos formales, el logro de niveles crecientes de bienestar para los pueblos. Pero la prosperidad perseguida, en este caso, está irremisiblemente atada al saqueo de las riquezas ajenas, o al aseguramiento firme del dominio indirecto sobre ellas o a la instalación de gobiernos complacientes que garanticen, de manera estable, las provisiones materiales que requiere el formidable y moderno sistema productivo norteamericano.
Son el tercer y cuarto punto de dicha Estrategia los que revelan muy claramente que los Estados Unidos lucharán hasta el último soldado por mantener su hegemonía en el mundo de nuestros días. “Conservar la paz a través de la fuerza” y “aumentar la influencia de los Estados Unidos” se combinan con la declarada amenaza mortal que representan Rusia y China, con Pyongyang e Irán en la cola, naciones que desafían “el poder, la influencia y los intereses de Estados Unidos”. Destella la determinación de no dejar aflorar la cabeza a ninguna potencia regional, ni muchos menos mundial.
En este contexto de renovado e inequívoco curso hacia una nueva Guerra Fría (con muchos visos de “caliente”), Rusia sigue impertérrita en su posición en cuanto a que “una verdadera cooperación productiva solo es posible según los principios de igualdad y respeto mutuo". China adopta esta lógica, la única razonable entre potencias nucleares, al afirmar que "la cooperación en beneficio mutuo es la única opción viable", instando al coloso del norte a abandonar el "obsoleto juego de suma cero", que perjudica la paz mundial.
Ante la dualidad y hasta la perversidad de la conducta de Washington en la arena internacional, que, en violación de acuerdos previos, incrementa sus fuerzas militares en las mismas narices de Rusia y China, ¿no deberían estos países adoptar contramedidas fuertes y salvaguardar también la seguridad de sus territorios y los valores y prosperidad de su gente?
¿Cómo es que Rusia pretende “erosionar la seguridad y prosperidad estadounidense” cuando todo el sistema diplomático ruso y el mismo influyente presidente Putin no hacen más que rogar cooperación constructiva, respeto al derecho internacional, prudencia en asuntos delicados de política internacional y reducción de los arsenales nucleares?
China y Rusia “están desarrollando armas avanzadas y capacidades que podrían amenazar nuestra infraestructura crítica, así como nuestra arquitectura de comando y control”, reza el documento de marras. ¿Y cuál es el deseo de Washington? ¿Qué Rusia se someta incondicionalmente a sus designios asustándola con una sucesión interminable de sanciones? ¿Será posible que ignoren que Rusia no se somete a ninguna potencia extranjera desde la fundación del primer estado eslavo oriental en el 882? Por otro lado, ¿será que pretenden que China sea el perro faldero que es Gran Bretaña?
Sin desmedro de esta vieja lógica troglodita, hacen una pequeña “concesión”. La “belicosidad” de Rusia y el crecimiento del poderío chino “no son inmutables”, se afirma en el documento, por lo que “EE. UU está listo para cooperar con ambos países en cualquier área de interés mutuo". La amenaza rusa y china, que no es más que un buen motivo para mantener en crecimiento los colosales beneficios del complejo militar-industrial norteamericano, deja de hecho un diminuto espacio para la cooperación, pero sin igualdad ni respeto mutuo, y sin abandonar el obsoleto juego de suma cero.
La propuesta de “cooperación” se hace pública al mismo tiempo que se dice que Moscú "está utilizando medidas subversivas para debilitar la credibilidad del compromiso de Estados Unidos con Europa, socavar la unidad transatlántica y debilitar las instituciones y los Gobiernos europeos". Esto, al margen de sus terribles “operaciones de información como parte de sus esfuerzos cibernéticos ofensivos para influir en la opinión pública en todo el mundo". Es el nuevo invento de la llamada “guerra híbrida”.
Siguiendo la lógica norteamericana, creemos que es poco lo que se puede hacer con un enemigo como Rusia: poderoso, innovador, agresivo, falaz y constante. El paño tibio de la “cooperación”, por tanto, sobra.
Toda esta palabrería tiene como fuerza creadora la justificación del desmesurado incremento del presupuesto militar que actualmente alcanza 611 mil millones de dólares (41% de los gastos militares globales), frente a los 215 mil de China y cerca de 70 mil de Rusia. Corea del Norte también ha sido un pretexto reciente para incrementar dichos gastos: en noviembre pasado el presidente Trump solicitó a la Cámara de Representantes la asignación de 4 mil millones de dólares para gastos de emergencia dirigidos a contrarrestar la amenaza nuclear y misilística que representa ese país. Un negocio redondo.
La supuesta amenaza rusa explica que una gran proporción de esos fondos se destine ahora a la construcción de aeródromos, sitios de entrenamiento, campos de tiro y otras instalaciones bélicas en el marco de una intensificación de la actividad militar sin precedentes en este y el norte de Europa. “Hablemos con Rusia desde una posición de fuerza”, parece clamar eufórico Mattis, el flamante jefe del Pentágono. Al parecer, a pesar de haberla tenido como portentoso y único rival durante casi un siglo, no conocen en absoluto a la Rusia del generalísimo Aleksandr Suvórov y del mariscal Gueorgui Zhúkov.