Siempre he sostenido que el más formidable obstáculo que encuentra la República Dominicana para su desarrollo es la debilidad del Estado. Y que su mayor reto es crear un Estado confiable, creíble, que las instituciones funcionen, que las leyes se respeten, comenzando por los propios gobernantes. Que los ciudadanos confíen el Estado y estén dispuestos a defenderlo. No importa todo lo demás que pueda hacerse, sin eso no habrá desarrollo económico.

Una manifestación de nuestra debilidad institucional es el poder avasallante del Ejecutivo frente a los demás. Los poderes judicial y legislativo son en gran medida filiales del Ejecutivo. Algo similar ocurre con los órganos de control y fiscalización, como la Cámara de Cuentas, la Contraloría, el ministerio público y el propio Congreso Nacional en su calidad de controlador sobre el uso de los recursos públicos. La realidad es que ninguno ejerce sus funciones con la debida eficiencia e independencia. Es una práctica común que la escogencia de miembros de los indicados órganos responda a un esquema de premios y castigos políticos.

Antes creíamos que esto podía resolverse modificando leyes o aprobando una nueva Constitución. Pero la experiencia ha sido frustrante. Ocurre que en el país legalmente se han realizado prácticamente todas las reformas necesarias. En papeles, se cambiaron las instituciones políticas, económicas y sociales. Pero ha resultado una ilusión la idea de que con nuevas leyes cambiaría la institucionalidad, pues muchas de esas leyes lo que hicieron fue sustituir otras que también existían, pero que tampoco se cumplían. Vista la experiencia, se me ocurre comparar las reformas dominicanas con una bicicleta estacionaria, que por más vueltas que se les dé, siempre terminan en torno al mismo lugar.

 

Un ambiente de esperanza se generó hace bastante tiempo con la escogencia de la Suprema Corte de Justicia y el inicio de reforma del poder judicial. Similar con la selección de algunas juntas centrales electorales y organización de elecciones. Todas estas cosas han vuelto a retroceder. La forma como fue electa la actual JCE no permite abrigar muchas esperanzas.

 

Similar situación se presentó con la Cámara de Cuentas. Anteriormente creíamos que el problema de domesticación del controlador, por parte del controlado, se resolvería suprimiendo la facultad del Ejecutivo de someter la terna al Senado para su escogencia. Con la última reforma constitucional se aprobó que la terna la sometiera la Cámara de Diputados, pero ¿qué cambió?

Si bien muchos de los problemas expuestos vienen de viejo, actualmente hay una fuerte preocupación por la excesiva concentración de poder que se está gestando en torno al Presidente de la República. Esto comienza a parecerse mucho a una dictadura. No a las dictaduras antiguas, sino a las de nuevo cuño. Muchos movimientos recientes son en extremo peligrosos para el orden democrático.

Que el Presidente haya logrado imponer su Constitución, por encima de todo el mundo, no era buen indicio. Pero que en tan corto tiempo haya comenzado a desconocerla, a violarla, tan salvajemente, también por encima de todo el mundo, ya es demasiado. Y no se ve quién puede ponerle control. No se ve ningún poder que pueda hacerle contrapeso. El hecho de que quedara impune el caso de la Sun Land, y el imaginativo fallo que, para hacerlo posible, emitió la Suprema Corte de Justicia, hizo rodar por el suelo muchas ilusiones de la sociedad dominicana.

Cuando la selección, el ascenso o la permanencia de los integrantes de aquellos órganos llamados a ser independientes se somete al sistema de premios y castigos con que funciona la política, entonces los controladores están más interesados en mantener el favor del controlado que en cumplir su misión. 

Y si no funcionan los contrapesos institucionales de la democracia, entonces la misma sólo puede sostenerse cuando existe una sociedad civil fuerte y una prensa libre e independiente. Ambas cosas son cada día más precarias.

Me inclino a creer que la reacción tan virulenta de la Consultoría Jurídica de la Presidencia ante la posición planteada por el presidente del Consejo Nacional de la Empresa Privada por las continuas violaciones de la Constitución, se interpreta como un intento por atemorizar y acallar al sector más fuerte de la sociedad civil, y de paso enviarles una señal a los demás. Un paso encaminado a aplastar cualquier posible fuente de resistencia. Con lo que se estaría buscando someter a la obediencia a la parte de la sociedad que todavía podía mantener cierta independencia.