"Cuando salgamos de esta pandemia, no podremos seguir haciendo lo que veníamos haciendo, y cómo lo veníamos haciendo. No, todo será distinto”-papa Francisco.

De la presente experiencia virológica mundial podemos vislumbrar al menos dos grandes resultados: la herencia económica, financiera y social que afectará a todos de manera muy desigual. El segundo, la ruptura del estilo de vida y del orden social que conocíamos: despreocupado y dinámico, libre y desprotegido, interactivo y de inevitables abrazos, besos y proximidades físicas.

Conjeturas sobre el primer resultado. El Gobierno dominicano, en medio de los preparativos de unas elecciones sin caravanas, estruendos de latas y tambores, agitación de multicolores banderas, tapones kilométricos, insultos y blasfemias, gasta, como otros, miles de millones pesos para contener los devastadores efectos del inusitado fenómeno. Esos miles de millones, que salen de diferentes fuentes, descontando las donaciones, habrá que reponerlos en algún momento y, como siempre, los contribuyentes terminarán pagando los platos rotos y sufriendo  las duras privaciones subsecuentes.

Mientras que para cientos de miles de familias las penurias materiales y de recursos son ya una cruda realidad, para ciertas minorías la crisis ha redundado en grandes ganancias y no menos considerables ventajas políticas. De hecho, los gobiernos aprovechan la situación pandémica para sus propios fines -electorales o no-, y allí donde la institucionalidad es débil, el enriquecimiento ilícito al vapor de unos pocos resulta inevitable.

Los medios legales son la vía preferida. En efecto, las licitaciones se multiplican de manera exagerada involucrando a instituciones que nada tienen que ver con la compra de mascarillas, termómetros, alcohol y otros suministros necesarios para prevenir la enfermedad.

Las licitaciones son, desde el momento en que se promulgó la Ley de Compras y Contrataciones, una de las vías institucionales más expeditas y mejor blindadas de corrupción administrativa de estos tiempos. Consecuentemente, no es de dudar que estos procesos sean uno de los principales factores explicativos del enorme sobrecosto de la crisis actual.

El sistema de corrupción administrativa prevaleciente, en el que el clientelismo político sigue siendo un eje transversal crucial, se adaptó exitosamente a la pandemia, encareciéndolo todo para fines nada altruistas. Si sumamos al costo sobredimensionado de la crisis la financiación de un presupuesto deficitario con un endeudamiento interno y externo desenfrenado e irresponsable, no sería difícil imaginar un 2021 extremadamente difícil, cargado de complejos retos. Enfrentarlos exige responsabilidad, visión de Estado y compromiso social.

Es imperativo que las próximas autoridades expliquen cómo enfrentarán los demonios desatados de la inestabilidad macroeconómica, así como las privaciones agravadas de millones de dominicanos. Sin un enfoque claro del futuro próximo y sin la determinación política necesaria, terminaremos echando leña seca al fuego de una crisis económica y de gobernabilidad de consecuencias impredecibles.

Conjeturas sobre el segundo resultado. ¿Quién de nosotros no desea volver a la normalidad de la vida económica, social y recreativa de hace tres meses? Todos. Pero parece que no estamos conscientes de que nada volverá a la normalidad de hace unos meses, aún cuando ciertamente algunos procesos recobren su acostumbrada dinámica.

Los gobiernos se esfuerzan por lograr ritmos lentos de propagación del virus, pretendiendo alcanzar la llamada “inmunidad del rebaño”, sin que nadie pueda responder todavía cuánto podría durar tal inmunidad. Al mismo tiempo, el anuncio de una vacuna segura no parece avizorarse en el corto plazo, si bien algunos tratamientos prometen ser eficaces (recientemente Rusia con su Avifavir).

¿Quién garantiza que los brotes no sigan ocurriendo mientras haya una persona enferma o portadora sana en cualquier parte del mundo? Y esos nuevos brotes, como hemos visto en muchos países, ¿no forzarían a los gobiernos a tener que implementar nuevamente las medidas de alejamiento social más extremas en momentos en que la disponibilidad de unidades de cuidados intensivos (UCI) es insuficiente en los países más ricos?

Al parecer, de acuerdo con el MIT Technology Review y el Equipo de respuesta a COVID-19 del Imperial College de Reino Unido, lo que único que parece funcionar para mantener la pandemia bajo control son los períodos regulares de confinamiento social.

Los expertos afirman que sin la implementación de esta medida, las capacidades sanitarias de los más ricos se verían superadas hasta ocho veces. ¡Imaginemos los países con condiciones de salud deprimentes! Y si tuviéramos más camas, instalaciones y suministros, no deberíamos perder de vista que los médicos y las enfermeras no se fabrican en serie en unos meses.

Muchos están convencidos de que, no obstante las medidas extremas y el freno coyuntural del crecimiento de enfermos, el virus aparecería quizás con mayor intensidad en cualquier momento, con mayores probabilidades en las zonas con altos niveles de humedad del planeta. Por tanto, que nadie crea que en un año la reducción del contacto fuera de los hogares, en las escuelas y los lugares de trabajo será cosa del pasado. Por mucho tiempo, todos haremos el esfuerzo por reducir el contacto social.

Nos espera una sociedad atemorizada, con dosificado calor humano, los problemas de vecindad agravados y una importancia inimiginable hace algunos meses de la comunicación virtual.

Los modelos predictivos más confiables dicen que debemos mantenernos la mitad del tiempo encerrados si es que en realidad deseamos resultados satisfactorios. O salir a las calles y utilizar como argumento el incremento de fallecidos para convencer sobre las bondades del enclaustramiento: una solución brutal en la medida en que acepta la muerte, en otros escenarios eludible, como el costo a pagar por una mejoría posible. 

Se trata del inicio de una forma de vida completamente diferente. ¿Aprender a vivir con una pandemia permanente? Creemos que debemos ir adaptándonos a esa posibilidad. El papa Francisco tiene razón.