Justin Trudeau, a poco de  juramentarse como Primer ministro de Canadá, fue interrogado por un grupo de periodistas: querían saber por qué su nuevo gabinete estaba compuesto  de  igual número de  hombres que de mujeres, y posicionaba en  cargos públicos a tantos ciudadanos pertenecientes a las diferentes etnias que conforman esa nación. Su repuesta fue  contundente: “Estamos en el 2015”.

A la semana de  aquella sencilla pero profunda respuesta,   me tocó   presenciar parte de la actual campaña electoral española, que, sin duda alguna,  demuestra el inequívoco avance de la política ibérica acorde a estos  tiempos; y seguir atento  la alucinante  cotidianeidad dominicana. Barrunte de esas informaciones,  dos preguntas: ¿En qué década anda la patria,  cuál es nuestro tiempo? ¿Es el  oropel de torres, de  Ferraris y de esa feliz macroeconomía señal de que sintonizamos con el siglo? 

Estoy convencido de que en el 2015 no estamos y de que  tampoco  somos  jóvenes  actualizados  como el Premier Trudeau. ¡Dejemos de engañarnos! Esta es  una sociedad vieja, estancada, enferma, pero  con suficiente dinero para asistir una y otra vez, partido tras partido, presidente tras presidente, al cirujano plástico   buscando una juventud que disfrace nuestra ancianidad; vestimos el atuendo del narcotraficante carente de  consciencia, insensible y degenerado, que exhibe  la última camisa de Versace, el Rolex punteado de diamantes, y la chica estupenda imponiendo carnosidades. Seguimos utilizando el  forrito de felpa rosada para cubrir la tapa del inodoro.

A mi entender, permanecemos  estancados en los setenta mordiéndonos el rabo. Luego  de importantes reformas legales, malabarismos constitucionales, avances administrativos, desarrollo de infraestructuras, crecimiento turístico, y un frágil boom financiero  (de origen conocido y por conocer), en lo esencial seguimos congelados en un aplastante  subdesarrollo.

La clase política degeneró  progresivamente, descendiendo hasta  una inutilidad soez y vergonzosa que nos somete a sus desaciertos y rapiñas. El empresariado apenas  balbucea  compromisos sociales, resistiéndose a compartir riquezas con sus trabajadores. El sindicalismo es  pandilla de aprovechados que ha enfermado  en tándem  con los políticos. La educación apenas comienza a gatear,  entorpecida por el peso de tanto cemento sucio que le cae encima.

La iglesia católica negocia poder y  prebendas por autentico cristianismo,  promueve ideas decimonónicas y dogmas medievales. Mantenemos un Estado confesional contrario a la constitución, atados  a un concordato que sostiene la clase gobernante,  temblorosa  y sumisa ante cualquier sotana. Medieval. Quizá buscando indulgencias plenarias.

Hoy, la palabra mafia se pronuncia con igual  frecuencia que el sustantivo institución; la justicia hace agua convirtiéndose, a ojos vista, en un “jarro pichao”. La policía y las fuerzas armadas sobreviven a expensas del narcotráfico y el dinero de la intendencia.

Nuestros presidentes, pocos, han ofrecido ramalazos  de trascendencias que luego aplastan en sus desgobiernos, corrupciones e ilegalidades. Los responsables del progreso   ciudadano se arrastran hocicando dineros a  espaldas de su deber civilizador. Una vergüenza para cinco décadas democráticas.

Si examinamos desapasionadamente nuestra realidad, no queda más remedio que   concluir que esta es una  sociedad en la que únicamente  prosperan- y en apariencia  están al día-, banqueros, empresarios, funcionarios, políticos, agentes de apuestas, contrabandistas  y narcotraficantes, sin importarles un bledo la nación. El resto sucumbe con inexplicable indiferencia  y sin protestar lo suficiente.

¿Estamos en el 2015, el  año que ahora se despide?  ¡Imposible, de ninguna manera!  Aquí el calendario es un magnifico haragán.