Dos nuevas matanzas se registraron en Estados Unidos el fin de semana pasado dejando un saldo de 38 muertos. En ambos casos, se repite lo de siempre: un hombre blanco, cargando un fusil automático que compró en alguna tienda, entra a un lugar lleno de gente y comienza a matar. Es el terrorismo ya casi cotidiano en suelo estadounidense. Una sociedad enferma en la que comprar armas es tan fácil como adquirir un celular. Y allí, esa facilidad de tener armas, se entiende en clave de libertad individual. Al mismo tiempo, esa libertad individual en el sentido común blanco norteamericano significa poder armarse para "defenderse". La lógica de la amenaza siempre presente en unas mentes de poca visión de mundo, mucho supremacismo e imbuidas de criterios violentos.

La primera masacre ocurrió en El Paso, Texas. Una ciudad de mucha población latina/mexicana. El terrorista mató 22 personas en un almacén de Wallmart. Días antes había salido un manifiesto, probablemente de su autoría, donde se decía que había que detener la "invasión mexicana" del estado de Texas. Y desde Twitter, el flamante presidente estadounidense llama a cada rato a sacar los migrantes latinos. A quienes caracterizó al inicio de su campaña como "violadores, criminales y ladrones". Ahora los supremacistas blancos se sienten autorizados para matar. Como Patrick Crisius, quien condujo su carro nueve horas desde Dallas, para llegar hasta El Paso, una ciudad de su estado eminentemente latina, y emprender allí su “limpieza”. Desde que Trump llegó al poder han aumentado estos crímenes. Y es lo que iba a pasar.

La otra masacre fue en Ohio. Un pistolero blanco mató 16 personas en una calle llena de bares en medio de la noche. Esta vez, al parecer, no se trababa de alguien queriendo limpiar su país de latinos. Era otro terrorista blanco estadounidense, que, con su rifle adquirido una mañana o tarde cualquiera, decidió de pronto salir a matar gente. La sociedad estadounidense provee a sus enfermos muchas posibilidades de matar.

Ese es Estados Unidos, la sociedad que eligió presidente a un millonario vulgar y simplón con su discurso de odio. Quien se inauguró como opción presidencial, y fenómeno cultural, diciendo que Barack Obama, el primer presidente negro, no era americano sino que africano. Negro con nombre "raro", no podía ser americano. En las cabezas vacías y enfermas de cerca del 40% de la población blanca estadounidense ese mensaje hizo mucho sentido. Luego Trump dijo lo que dijo de los migrantes latinos y, perfecto, resultó electo presidente.

Un presidente que sustenta su legitimidad, entre el núcleo duro de sus votantes, a quienes necesita para reelegirse en 2020, en imaginarios de supremacismo blanco y excepcionalidad estadunidense. Quien le dice a millones de sus compatriotas por medio de meta-mensajes, mientras toman cervezas frente a su asador BBQ, que ser blanco es algo superior y que hay una amenaza de la cual deben defenderse para, precisamente, mantener esa excepcionalidad que implica ser blanco y americano. Y que son un pueblo bendecido por dios. Un dios que se entiende en clave neopentecostal, esto es, el dios que castiga y borra de la faz de la tierra las amenazas impuras contra su pueblo elegido. Se asumen, así las cosas, en medio de una cruzada como la del Josué bíblico que limpió, genocidio de por medio, su tierra prometida antes de que volviera a ser habitada por los elegidos. Y bueno, si hasta dios dice que hay que desterrar las amenazas algo hay que hacer.

Donald Trump está llevando Estados Unidos hacia un callejón sin salida histórico. Samuel Huntington, uno de los últimos grandes intelectuales del pentagonismo estadounidense, escribió al final de sus días que el crecimiento de la población hispana sería el principal reto cultural y político de Estados Unidos en el siglo XXI. Una sociedad formada sobre las bases de la ética protestante (devoción por el trabajo y frugalidad puritana), la excepcionalidad (pueblo elegido) y el dominio blanco (de los blancos ricos), que, hasta mediados del siglo XX, admitió mediante el llamado melting pot grandes migraciones de europeos, quienes al final de cuentas eran blancos también y culturalmente occidentales. Sin embargo, la nueva migración mayoritariamente latinoamericana representa una diferencia cultural e histórica pues es gente que viene del sur no anglosajón ni europeo. Gente que trae consigo otras formas de sentir y ver el mundo. Sobre todo, los mexicanos que se asientan mayormente en estados del suroeste que asumen como suyos pues hasta 1845 pertenecían a México. En efecto, esto comporta un desafío para una cultura cimentada sobre imaginarios específicamente racistas y supremacistas. De un espíritu que expandió su voluntad y se proyectó conquistando tierras y matando originarios desde el Este al Oeste. Que todavía no supera esa forma de entenderse pues, desde 1898, y sobre todo a partir de 1945, se expande al mundo militarmente e imponiendo su modelo capitalista de vida. Un yo imperial del dominio y control de su otro externo. Al cual le ha surgido un otro interno que no sabe cómo asumir. Y de ahí, en gran medida, la elección de Trump como respuesta del americano blanco ante la “amenaza” de ese otro interno. Y de ahí, peor aún, estas masacres de individuos que entienden deben limpiar su país excepcional.

Hay un Estados Unidos, el de Trump, que es una sociedad de la muerte. Del supremacismo violento, inhumano e insolidario. Que peligrosamente puede tener su expresión bélica en el plano internacional lo cual sería un riesgo para la vida en el mundo. La única esperanza de que algo cambie allí es que salga Trump y cobren más fuerza los Bernie Sanders, Elizabeth Warren, Alexandria Ocasio y otros. Quienes representan la vida en ese país. Porque la disputa de fondo en Estados Unidos es de la vida contra la muerte. Y Trump es el líder de la muerte. Con cada matanza queda más que claro.