Mientras fallan en dotar adecuadamente a las escuelas de pupitres, pagar a tiempo a los servidores públicos, muchos de los cuales no desempeñan una función útil, y no encuentran cómo darle ocupación a miles de médicos desempleados, no obstante las terribles deficiencias de los servicios de salud que prestan, los gobiernos se empeñan en ensanchar su radio de acción convirtiéndose en instrumentos abrumadoramente dominantes.

Asumen tareas que en sus manos resultan tan amplias y disímiles como absurdas. El crecimiento del papel que los gobiernos se han otorgado a sí mismos con evidente señal de autoritarismo ha tenido como resultado la creación de controles excesivos y paralizantes de la actividad creativa nacional. Para  total desgracia nuestra, esos controles van más allá de la esfera de la economía. Concebidos teóricamente para garantizar suministros adecuados de productos básicos a la población, muchos de esos controles han terminado erosionando los canales normales de comercialización y abastecimiento.

No se trata de negar la trascendencia del papel del Gobierno en la vida de ésta o cualquiera otra nación. El problema estriba, por lo menos entre nosotros, que al trascender su presencia por encima de lo que dictan sus obligaciones constitucionales, los gobiernos descuidan sus tareas fundamentales. Y esto normalmente ocurre en detrimento de las propias responsabilidades adicionales que tratan de asumir. En definitiva ni una cosa ni la otra. Si renunciaran  a la pretensión de controlar todo el cuerpo social y económico del país, los gobiernos podrían adquirir una mayor capacidad y eficiencia para  cumplir con sus funciones reales. Podrían dotar así al pueblo de los servicios que no han sido capaces de brindar en las áreas tan sensibles e importantes como la educación, la salud, el transporte y la agricultura, entre  muchas otras.