Cuando la nueva Constitución de la República Dominicana, aprobada en 2010, establece en su artículo 63 que "Toda persona tiene derecho a una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades, sin más limitaciones que las derivadas de sus aptitudes, vocación y aspiraciones", está poniendo al Estado democrático ante su verdadero nudo gordiano. 

Los sistemas de educación pública surgieron, en Occidente, con las grandes transformaciones industriales y la urbanización, constituyéndose desde el principio en sistemas de escolarización en masa. 

Ese período coincidió con el surgimiento del Estado liberal. En dicho período se despliegan dos fenómenos combinados: el establecimiento de los parlamentos como espacios políticos por excelencia, y el establecimiento de políticas de bienestar y protección social. Surgen así las oportunidades de que las leyes del Estado sean debatidas y definidas en un terreno donde las fuerzas se miden acorde con la suma de votos. Y surgen los grandes sistemas de salud, educación y seguridad social que dotan a los trabajadores del papel cautelar del Estado. Es el momento -sobra decirlo- de la gran prevalencia de los trabajadores y las masas populares en la política democrática. La ruptura burguesa con las cadenas del antiguo régimen social requiere ceder a ese gran sector un período intenso de libertades y oportunidades de aparición en la arena pública. 

Las consecuencias fueron tan severas para las burguesías nacionales, que en un plazo más bien breve éstas entendieron que la lógica de las concesiones podía ser devastadora. Colocadas en ese trance histórico, decidieron, según Marx "perder la bolsa y no la vida" entregando el dominio al autoritarismo que recompusiera su hegemonía. Años más tarde, el neoliberalismo significaría un reflujo aún mayor de las conquistas sociales. 

Sin embargo, en muchos de los países latinoamericanos la historia ha sido más bien arrítmica y los procesos de dependencia, hegemonía oligárquica y dictaduras hacen más débiles aquellas conquistas. Con una democracia tutelada y adolescente, son muchas las evidencias de que la Constitución y las cartas de derechos establecen principios divorciados de la ejecución política. 

Paulo Freire, referente de la pedagogía latinoamericana, le llamó a esto la "in-autenticidad" de la relación entre infraestructura (las condiciones de producción y existencia) y superestructura (el aparato político, jurídico e ideológico). Dicho en simple español, mientras los Estados capitalistas avanzados encontraban en sus políticas sociales las grandes reservas de recursos para granjearse pactos de coexistencia pacífica entre clases dominantes y trabajadores, los Estados latinoamericanos, debido a su naturaleza dependiente y a sus incapacidades democráticas, carecen de los medios y la voluntad para poner en práctica la misma estrategia. La sociedad es capitalista, pero a la mayoría de los sectores populares y marginados el Estado no tiene nada que ofrecerles. 

Cuando el Estado establece en su Constitución y sus leyes que propone la educación como canal de desarrollo individual y colectivo más allá de las barreras que la propia estructura social impone (que no son ni la aptitud, ni la vocación ni las aspiraciones), se está poniendo de frente a la infraestructura que está en su base, sin el fin político ni la suma de voluntades necesarias para satisfacer dicho pacto. 

En la realidad latinoamericana el Estado democrático sería, pues, ayer y hoy, una agenda radical. 

Esa radicalidad se podría constituir a partir de tres principios: la educación satisfactoria como responsabilidad social y no como resultado de los chances individuales; el deber del Estado en ofrecer el acceso pleno y un grado socialmente aceptable de calidad, y no mero ente regulador; y la vivencia de una igualdad básica no como consumidores, sino en calidad de ciudadanos.

Soy de los que cree que a eso se alude con la idea de "educación digna". Por supuesto que un compromiso así conllevaría una nueva forma de pensar y diseñar la política pública en educación, y una manera nueva de gestionarla. 

Mientras tanto, la "educación digna" y la duplicación del gasto educativo podrían representar un acto (no el único) de búsqueda de mayor "autenticidad" (parafraseando a Freire) de la relación entre el Estado formalmente democrático y la vida social. Doble gasto en educación con doble compromiso con los principios del bien común, doble vocación por servir a la ciudadanía y doble apego al criterio del mérito y la igualdad, y no al "sálvese quien pueda", negación suprema de lo que declara la Constitución.