Nadie puede negar, razonablemente, que la delincuencia ha tomado nuestras calles y llenado de pánico a la ciudadanía, lo que no debe extrañarnos, ya que, al final de cuentas, el Estado, que es el responsable de la seguridad pública, no tomó las medidas oportunas y pertinentes para evitar que esto ocurriera.
En lo referente a la seguridad ciudadana el Estado dominicano se ha situado al otro extremo del poderoso y temido Leviatán de Thomas Hobbes. En ese sentido, se ha convertido en un Estado débil y deficiente en la tarea de prevenir, perseguir y condenar a quienes atracan y asesinan a nuestros desamparados ciudadanos.
Muchos de los que hoy desafían al Estado, como siempre, son el producto de la desigualdad y la marginalidad social. Sin embargo, su forma de canalizar su rebeldía juvenil, a través de la violencia indiscriminada contra ciudadanos inocentes, es equivocada, contrario a los valientes jóvenes que desde la dictadura de Trujillo hasta el gobierno autoritario de los 12 años de Balaguer, lucharon contra el Estado por la libertad y la democracia del pueblo dominicano.
Lo que impulsa a estos temerarios muchachos a salir a atracar, decididos a matar o caer muerto en acción, es la droga. Por tal motivo, alucinados por sus efectos narcóticos, no se detienen ante nadie, incluidos militares y policías de rangos superiores. La mayoría de ellos son parte o se formaron como delincuentes en las pandillas juveniles, bajo el influjo pernicioso del crimen organizado, sin que el Estado le haya prestado la más mínima atención al fenómeno.
Además del motivo anterior, estos nuevos dueños de las calles pueden justificar sus actividades criminales en el hecho de que, empezando por los integrantes de los tres poderes del Estado, nadie respeta plenamente la autoridad del derecho, ni a nadie se le obliga a cumplir las normas jurídicas.
Como muestra de lo anterior, a modo de ejemplo, se puede afirmar, de forma categórica, lo siguiente: 1) que ni los atracadores ni tampoco los que son considerados buenos ciudadanos respetan las leyes de tránsito; 2) que al sepultar un cadáver en un cementerio municipal se debe romper el ataúd para que no se lo roben; 3) que se robaron los cables del puente Duarte y nadie fue procesado; 4) que se roban las espadas de los monumentos y otras piezas sin que pase nada; y 5) que se roban los cables del tendido eléctrico y telefónico sin ninguna consecuencia. Estas aparentemente pequeñas violaciones a las normas constituyen una muestra del fracaso del Estado en lo relativo a garantizar su eficacia.
A propósito de la relación entre derecho Estado y la eficacia de las normas, en su reconocida obra La Autoridad del Derecho Joseph Raz cita a Laswell y Kaplan, quienes sostienen: “Las disposiciones jurídicas no son creadas por la sola actividad de los órganos legislativos, es necesario, además, que sean obedecidas: Una ley deja de contener una disposición jurídica (salvo en sentido formal…) en la medida en que es ampliamente desobedecida”.
Por lo antes expresado, no se sorprenda usted si alguien lo asalta y, como forma de justificación o de reclamo, le advierte: Así como los corruptos no son condenados por robarse los dineros del pueblo yo tampoco lo seré por robarme los suyos.