Por años años he venido insistiendo en el papel trascedente del sector privado en el campo del desarrollo económico y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Y no me refiero tan solo a los grupos de empresarios, unidos por una comunidad de intereses provenientes de negocios o empresas cuyo fin sea el lucro, legítimo en una sociedad de libre comercio.

Una de las grandes distorsiones del papel de la iniciativa privada en el desarrollo y manejo de la economía proviene, precisamente, de la propaganda negativa que restringe su definición a ámbitos tan estrechos y exclusivistas. Por el contrario, es un concepto mucho más amplio y prometedor, que abarca todas las actividades individuales o de grupos producto de la libre decisión del ser humano, desde el vendedor ambulante que vende frutos del campo, hasta el próspero empresario que tiene en su nómina a más de 500 trabajadores, pasando por el artista que plasma en lienzos el fruto de su inspiración y vive de ello.

Hay una fuerte tendencia  a favorecer un creciente papel del Estado, mayor del que ya tiene y ejerce, en los asuntos nacionales. Aplicadas al juego económico, históricamente estas doctrinas han resultado catastróficas.  El historial republicano debería bastarnos para así entenderlo. Las evidencias son irrefutables. La única posibilidad de evitar la repetición de traumáticas experiencias es imponiendo límites a la capacidad de los gobiernos para restringir la libre creación de los individuos. Pero esto sólo podría emprenderse en un futuro al través de planteamientos doctrinarios que definan claramente el papel del sector privado, tarea esta que resulta muy difícil a la luz del control que la clase política del país mantiene sobre la vida institucional, mediante el dominio de los mecanismos de funcionamiento de la estructura estatal, desde los tres poderes y sus subalternos, los ayuntamientos y organismos autónomos, entre otros.