Una de las herramientas utilizadas por el Estado Dominicano para generar dependencia, de manera histórica y desde hace más de cien años, ha sido la del paternalismo pragmático. Así, el Estado permanece – período tras período – como el proveedor incondicional del pueblo. En primer lugar, el Estado Dominicano ha sido el mayor empleador durante más de 50 años, lo que se traduce actualmente a un número cercano a las 800 mil familias que dependen, directa o indirectamente, del salario provisto por el gobierno del momento. En segundo lugar, las ayudas sociales. Por más que la nomenclatura utilizada pretenda presentar un panorama sofisticado, las ayudas son, en sí, una solución paliativa que debió ser sustituida, a lo largo de los años, por servicios públicos eficientes, apoyo directo a la capacitación de profesionales y la mejoría de la calidad de vida de cada dominicano.

Por lo anterior, no hay duda de que ese paternalismo, aparentemente rechazado por John Stuart Mill, se encuentra latente y operativo en nuestra historia. La política estatal dominicana es producto de una ingeniería social de décadas, engendrada para mantener la voluntad vulnerable adherida al asistencialismo precario de las autoridades. Por eso, por ejemplo, se invierte en infraestructura, no en capacitación de maestros y estudiantes. El interés siempre ha sido el progreso tangible (en obras físicas) y no etéreo (en educación y preparación), pues al final del día, un pueblo educado es un pueblo crítico, y esto no le conviene a ninguno de los partidos que a lo largo de las décadas han gobernado nuestra nación.

El problema es que el paternalismo no es una llave que se abre y se cierra según convenga. Luego de que el Estado asume su rol de “buen padre de familia”, esto permea todo el organigrama del Poder Ejecutivo, sus funcionarios, instituciones y, en consecuencia, sus deberes. En un estado plenamente liberal, los ciudadanos son “dueños” de su destino, pues se entiende que los mismos cuentan con las herramientas necesarias para tomar las decisiones acertadas y, si no, es un pleno ejercicio de sus prerrogativas.

Pero cuando el pueblo ha sido afectado por una degradación sistemática de discernimiento, educación y calidad de vida, todo de mano de una actitud paternalista del Estado, se generan responsabilidades adicionales que deben ser tomadas en cuenta.

Según Mill en Sobre la libertad, la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Así lo hace notar Hannikainen, en autonomía, libertad y bienestar, donde aclara que el hombre, según Mill, es el mejor juez de sus propios fines y medios, pero agrega que esto debe ser empíricamente comprobado en cada caso.

Pero a nuestro entender, John Stuart Mill cometió un error, contraproducente para su tesis, ya que al mantener una insistencia en que se promueva que todos los individuos puedan contar con las herramientas suficientes para perseguir los valores elevados, dejó en evidencia que su rechazo no era al paternalismo absoluto, sino a las medidas paternalistas que afectan la libertad, implican coerción o coacción.

De aquí nace la bifurcación que – sin querer – produce el mismo Mill y su anti-paternalismo, ya que obvió darle el debido lugar en su teoría a la fragilidad de la mente humana, concluyendo que los adultos normalmente actúan en función a sus preferencias, como propuso Grill en Paternalism and libertarian paternalism.

Y es esto lo que mantiene vigencia en la República Dominicana, donde no se ha podido generar herramientas necesarias para vencer la fragilidad del pueblo, abatido por problemas económicos, falta de educación y oportunidades, y, en consecuencia, débil ante los estímulos foráneos con posibilidad de variar contundentemente la percepción inmediata y, así, la evaluación del riesgo que presente – en medio de una pandemia – de una actividad específica.

Pues, como exponía Mill sobre el famoso ejemplo del puente, estudiado por Leandro Amoretti, si un funcionario público u otra persona cualquiera viera que alguien intentaba atravesar un puente declarado inseguro, y no tuviera tiempo de advertirle del peligro, podría cogerlo y hacerle retroceder sin atentar por esto a su libertad, puesto que la libertad consiste en hacer lo que uno desee, y no desearía caer en el río. El Estado Dominicano y sus funcionarios están “para cuidar” del pueblo, y más cuando el pueblo ha sido abandonado a su suerte por tantos años.

Las autoridades dominicanas son responsables por lo que permiten y lo que no. Los desaciertos durante la pandemia, la exposición del pueblo de manera innecesaria y, en consecuencia, las vidas que se verán afectadas por ello, tendrán – por lo menos en nuestras conciencias – un solo culpable: el desorden institucional provocado por la politiquería y la arrogancia.