El jefe indígena que acogió en su tribu al fugitivo Papillón se maravilló con su tatuaje de mariposa. Quería uno también, pero carecían de tinta y espejo para que el forastero hiciera el trabajo. En la próxima visita del mercader se establece un trueque de estos instrumentos por las perlas preciosas que sacan de aguas profundas, y a puro pulmón, los indios. En el intercambio mudo se hacen ofertas y contraofertas, se conviene una razón de intercambio y hay traspaso de bienes que sellan una sonrisa picaresca del mercader, un gesto adusto del anciano jefe y el alivio de las decenas de indígenas que como testigos daban solemnidad a la transacción.
En ruta a la cabaña para la asignación de la que no tenía idea, Papillón descubre el cadáver del mercader colgado por los tobillos. El público ríe y aplaude. ¿Por qué? Por la presunción de estafador que se tiene sobre quien aparenta tener más información o poder en un intercambio. La repetición dogmática del que el pez grande se come al chico, que el intercambio es injusto, que así nos hicieron los españoles cambiaron espejitos por oro y que, en versión moderna, nos compran el cacao y nos venden el chocolate, materia prima por productos terminados donde se imputa ganamos menos que ellos.
El jefe indígena no me simpatiza. Es ladrón y asesino. Se apoderó de las propiedades del mercader y luego le quitó la vida por media docena de perlas. El intercambio era pacífico, libre y voluntario. El mercader arriesgó un viaje por medio de la selva para llegar a la tribu con cosas creía podía hacer un trueque interesante. No llegó como conquistador a despojar con violencia. Como en toda transacción, las partes tienen información asimétrica y sus propias escalas de preferencias. En el trueque intercambian títulos de propiedad donde lo que entregan consideran menos valioso que lo que consiguen. Ambos mejoran con respecto a su posición interior. No hay tal cosa como intercambio desigual porque las preferencias son subjetivas y es imposible establecer una medición objetiva para comparar las ganancias.
Matando al mercader se están eliminando las oportunidades futuras de intercambios. El pueblo indígena adquiere mala reputación y las rutas del comercio serán más concurridas en aquellos que muestren más paciencia en la negociación y tolerancia hacia los comerciantes. Es decir, donde el mercado sea la concurrencia de hombres libres transando sin violencia sus títulos de propiedad. Mercados libres y competitivos, sin restricciones algunas al comercio entre nacionales o con el extranjero, son insuperables en la generación de prosperidad para las personas.
La tragicomedia del comercio con Haití es consecuencia de la cultura insular contra el libre comercio. Patético ver en el mismo periódico las rebatiñas por los permisos de importación de productos agrícolas y las quejas porque autoridades del país vecino cierran las fronteras. Queremos ser mercaderes a los que se respeta la vida para vender afuera con libertad lo que se nos antoje y Jefe Indígena para guindar al que aquí quiera vender a la libre. Llegan al colmo de decir que “si eso le funcionó a Singapur, ¿por qué a nosotros no?”