Ayer, en un viaje que realicé hacia el interior tuve la oportunidad de ver personalmente un espectáculo, denunciado en los medios con bastante frecuencia, tan temerario, que aún tengo de punta los pocos pelos que me quedan. A sólo unos kilómetros de la capital aparecieron dos motoristas, de apenas una veintena de años cada uno, por el marginal derecho de la carretera Duarte -llamémosla por lo qué es- echando carreras en paralelo con el cuerpo totalmente horizontal y con las piernas estiradas por detrás y fuera del motor. Además, iban a todo gas -es impresionante la velocidad que pueden desarrollar esos pequeños anafes con dos ruedas- y para el colmo adelantando de manera peligrosísima a titirimundachi de los numerosos vehículos que circulaban en esos momentos.
A uno se le encogía el corazón de sólo pensar que podían pisar un hoyo o resbalar y caer en el pavimento, porque iban a quedar más planos que un sello de correos, dado que sin duda alguna pasarían sobre ellos varios vehículos a los cuales les sería imposible frenar.
Uno se pregunta que hay dentro de las cabezas de esos muchachos ¿El vacío más absoluto del universo? ¿La mitad del cerebro de un mosquito portador del Zika? Porque no es solamente que ellos puedan morir haciendo sus juegos de desafío a la muerte de ruleta rusa en dos ruedas por las vías públicas, sino que además podían causar un grave accidente en el que se verían involucradas otras personas ajenas al show de terror que estaban produciendo.
Este hecho no lleva a dos temas recurridos, comentados y manoseados hasta la saciedad. El primero: Qué sucede con la clase motorista del país, que en líneas generales y mayoritarias, parecen más kamikazes suicidas que conductores de vehículos ligeros y poco estables, adelantando por dónde sea, subiéndose a las aceras, comiéndose las luces rojas como si fueran habichuelas con dulce, yendo en contravía tan contentos y felices como si comieran perdices, cruzan por delante de los carros y camiones pasando a milímetros de las defensas, muchos no llevan casco como si fueran descabezados de nacimiento, nunca frenan ante ningún peligro, pues prefieren sortearlo a toda velocidad aún a riesgo de sus vidas. Y además, el 90 ó 95 por ciento de ellos no poseen licencia, ni papel alguno, según datos reconocidos oficialmente, como si fueran ilegales que llegaran a nuestras costas, y aunque la tuvieran no se resolvería el problema porque la causa está más en la falta de educación y conciencia ciudadana, que en los permisos y conocimientos de las reglas de circulación. Y el asunto de la educación, tema complejo y políticamente tan delicado, va para largo.
El segundo punto es el de nuestras autoridades encargadas de la circulación, que parecen tener menos autoridad que un árbitro de lucha libre, al que los contendientes acaban dándole golpes o lo echan fuera del ring. Un motor pasa delante de un AMET con tres personas y no pasa nada, van sin casco y no pasa nada, doblan por donde no deben y no pasa nada, van con un tanque de gas y un niño sujetándolo y no pasa nada, adelantan de manera salvaje e incorrecta y no pasa nada, van sin luces y no pasa nada… sabemos que lidiar con más de un millón y pico largo de conductores así no es nada fácil, pero no imposible cuando existe la voluntad de mejorar las cosas. Hay muchos países similares al nuestro donde esto no sucede de la misma manera.
No hemos visto nunca en las autoridades un esfuerzo extra, firme y permanente, para corregir la situación, una situación que junto a los accidentes de carros y camiones, de los que también hay que hablar largo y tendido, nos lleva a un penoso y vergonzoso segundo lugar en el mundo por muertes en proporción a la cantidad de habitantes ¿Cuándo se decidirán nuestros gobiernos a coger este toro por los cuernos, o mejor dicho por los manillares, y acabar con semejante caos? ¿Habrá que esperar veinte, treinta, cincuenta o cien años, a que nuestra población se eduque debidamente y respete las reglas de circulación? Para entonces tal vez ya no quedemos muchos para contarlo.