Que España odia a Catalunya es un fenómeno -triste, pero real- que se viene produciendo desde hace siglos. Las razones son múltiples y muchas veces complejas de entender y explicar. La principal de ellas es que Catalunya, a lo largo de los últimos cuatro siglos, ha querido independizarse en seis ocasiones, dos de ellas a través de guerras, la llamada de Els Segadors -Los Segadores- en 1640, y la de Sucesión en 1714, en la que Felipe V la anexionó a sangre y fuego a su corona borbónica por las tropas castellanas y francesas muy superiores en número y armamento, y cuatro intentos más de separase, el último en el pasado mes de diciembre, y que han sido aplastados por los gobiernos españoles, y eso es imposible de olvidar para un país con el imaginario aún anclado en el siglo XIX tras frustración que le produjo la pérdida de sus últimas colonias americanas.
España, siempre rencorosa con quienes no piensan y actúan con y como ella, o con sus enemigos, no perdona este espíritu indomable de libertad del pueblo catalán, al que le asiste de todo derecho como lo proclaman los derechos universales de los pueblos, y es por eso que ha cultivado una aversión constante contra todo lo que es catalán. Durante trescientos años, un periodo largo, muy largo, España no ha sabido entenderse con Catalunya debido a los múltiples errores y vejaciones cometidas contra ella, como han sido los numeroso intentos, hasta hoy en día, de suprimir y disminuir su lengua, el catalán, prohibir su baile nacional, la Sardana.
O hasta en fechas muy recientes del franquismo, el canto de su himno, o mostrar en público sus elementos de identidad como la bandera catalana, la senyera, y la de reivindicación independentista, la estelada. Hasta en los pasados meses se ha llegado incluso a la ridícula prohibición de usar el color amarillo en fuentes, fachadas y hasta prendas de vestir como bufandas y camisetas, por su asociación al independentismo.
A Catalunya no le perdonan muchas otras cosas, por ejemplo, ser la de mayor promedio de crecimiento económico, el ser un gran motor productivo del Estado que aporta el 22% del producto bruto, el que sea, con mucho, la zona más industrializada, elque sea la primera, con diferencia, en volumen de exportaciones, que tenga el mayor ingreso y cantidad de turistas, o que sea la segunda en el mundo en turismo de lujo después de Nueva York.
Que sea la única del Estado que tenga una universidad entre las 100 primeras del mundo, o que cinco de las diez principales universidades dentro del mismo sean catalanas, que sus sea la tercera en escuelas europeas de negocios, que tenga el puerto más importante de Europa, o que sea el cuarto puerto en el ranking mundial de cruceros. O que Barcelona sea la ciudad del mundo donde acoge la mayor cantidad -y calidad- de Ferias y Congresos, o que Catalunya sea la más avanzada en investigaciones, acumulando el 50% de las que se producen en todo el Estado. Que esto y mucho más se logre en Catalunya y no en Madrid, sede del Gobierno Central y sus ministerios, asiento de la Monarquía española, causa muchas ronchas de envidia que bien -mal- encauzadas pueden derivarse en caldo el cultivo para odios de muchos tipos. Ya lo dejó claro el ex ministro Alfredo Pérez Rubalcaba cuando dijo: a los catalanes no los queremos, los necesitamos.
Tampoco se le perdona que los catalanes, contra viento y marea, se empeñen en hablar en su propio idioma, que mantengan sus instituciones políticas y culturales, como la Generalitat de Catalunya siete veces centenaria, o también centenaria Mancomunidad Catalana, o las modernas Omnium Cultural y la Asamblea Nacional Catalana, castigada esta última con multas a cada momento, y que ahora rotulen los establecimientos en catalán además de castellano- y por ello les llaman despectivamente “polacos”, porque hablan raro y no quieren ser españoles.
Este odio tan perverso hacia Catalunya, manifestado en sus recortes presupuestarios, en tumbar por medio del Tribunal Constitucional leyes en favor de sus colectivos más vulnerables, como la de la pobreza energética que prohibía el corte de energía eléctrica por impago a las familias más pobres, o de proteger de los inhumanos desahucios a las personas enfermas o ancianas, en cercenar su estatuto de autonomía, en tratar de evitar su exitosa inmersión lingüística de la enseñanza en catalán, en el vetar casi todas las acciones sociales y políticas que emprende la Generalitat de Catalunya, su órgano del Gobierno. Ese odio se ha venido incrementado sin pausa desde la Moncloa en los últimos tiempos.
El mismo y recién depuesto presidente Mariano Rajoy, pedía hace unos pocos años, con una urna en las manos, firmas contra el Estatuto de Catalunya, se han hecho campañas descaradas para no comprar en tiendas y supermercados productos catalanes. La hasta ahora vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, presumía de manera chulesca y con regodeo, en unas declaraciones públicas, que Mariano Rajoy y su partido el PP, había descabezado el independentismo catalán, cuando en realidad su número de votos en las elecciones aumentó el pasado mes de diciembre y se eligió, nuevamente, un parlamento catalán con mayoría absoluta pro independencia.
España mantiene en las prisiones madrileñas de Estremera, Alcalá Meco y Soto del Real por más de siete meses y sin juicio alguno a los principales líderes catalanes, hombres y mujeres, entre ellos el ex vicepresidente y ministros catalanes, además de los perseguidos en el exilo, por haber llevado a cabo un referéndum el pasado 1 de Octubre que lo pedía nada menos que el 80% de la población de Catalunya, y en el que votaron más de dos millones de personas de manera más pacífica y democrática que alguien pueda imaginarse, y a las que el Gobierno español intentó reprimir sin éxito secuestrando urnas y papeletas, pegando con porras, disparando balas de goma y gases a los votantes, dejando casi mil heridos. Eso es odio puro, y sobre todo, duro.
Catalunya nunca ha sido “la niña bonita” de España, siempre ha habido un cierto recelo y suspicacia hacia ella, y se ha pasado con los últimos acontecimientos de los clásicos chistes cliché de tacaños, su fama más famosa, que hacían siempre los ciudadanos, al odio descarado de las masas, exacerbado de manera peligrosa por la catalanofobia de los partidos de derechas que, como el del Partido Popular, Ciudadanos, y también el Partido Socialista, ahora ya gobernante, han visto crecer su militancia de forma impresionante entre los españoles más radicales.
Esta desafección, también ha calado entre los catalanes, pues según la física toda acción conlleva una reacción, pero no hacia España como país, dado que el 40% de ellos tiene en esta sus orígenes primarios o secundarios, sino hacia su clase política, a los gobiernos de mentalidad imperial, a los rancios intelectuales que aúpan esa arcana aversión, y a los reyes que son vistos como antiguallas parasitarias, hasta el punto sin retorno de un entendimiento que pudiera amainar o solucionar sus diferencias y contrariedades. Solo la independencia y la proclamación de su anhelada República puede solucionar lo que se ha venido llamando el conflicto catalán.