Estábamos sentadas tomando cerveza, hablamos de nuestros temas favoritos y frente a nosotros se lucía la más hermosa de las inmensidades: el mar. Se veía ligeramente turbio, de oleaje de suave bravura o de bravura suave, según se mire. Allá, a poca distancia de nuestra vista, se observaban algunos niños que, jugando con el oleaje, chapoteaban inocentes y felices, mientras que a pocos metros flotaban las bolsas de plástico, basura de diversa índole y una que otra alga. Todo ante la petrífica mirada de un Montesinos que todavía insiste en el grito, pero que nadie escucha.
Contra toda sospecha, el olor a mar era vivificante. El lugar, adornado por madera y luces que cobrarían vida al caer la noche, junto al aire que se respiraba en el ambiente, me dejó en la boca un sabor ocre de incredulidad y contradicción. ¿Cómo era posible pasarla tan bien y al propio tiempo conmoverme con la imagen de una orilla atiborrada de infantes bañistas, una hembrita entre ellos, con su pechito desnudo, inocente, vestida apenas con unos pantaloncitos cortos de color rojo? ¿Cómo entender que nuestro Caribe, ese que los europeos refieren como sinónimo de paraíso, artífice del descanso y el placer, ¡sí!, ese mismo Caribe, no sea más que nuestro patio, algo destinado al desecho y el descuido.
Nuestra relación con el mar está basada en el menosprecio. ¿Piensa que exagero? De una vuelta por la Plaza Juan Barón, a la altura del parque Eugenio María de Hostos, justo al frente. Las parejas que procuran la oscuridad para rendirse al furtivo encanto de un beso con lengua, se dirigen hacia la línea de bancos localizados justo al final, donde se destaca el paseo de concreto para los viandantes y una línea de pilotillos que sugieren la seguridad de hace algunos años, ya que hoy lucen desvencijados algunos, oxidados todos. En esa área del parque rondan los ratones, se lucen unas plantas muy bellas de tupido follaje y allá, justo detrás del muro y los barrotes de acero oxidable, está el mar. No hay faroles que iluminen, solo la luna, cuando es llena, hace un juego de luz, convirtiendo el entorno en un manto de plata líquida que va y viene sin enterarse que nosotros, los seres humanos, preferimos mirar hacia otro lado, elegimos ver la gente y los puestos de comida.
Frente a esa barrera que casi divide, que poco protege y que nada sirve, muchos se detienen a charlar, vaso en mano, botella en mano, lo que sea desechable en mano. Al término, lo lanzan así no más; y ahí, sobre el acantilado de cemento que sirve a las olas de cementerio, te encuentras con todos los desechos que fueron tirados en la víspera, mucho antes y recién, esperando que una ola gigante los recoja para depositarlos allá en un infinito incierto o donde algún animal los trague y le ahogue.
Cientos de metros más allá, en Guibia, el escenario es igual pero distinto. No me contradigo, créame que no lo hago. Guibia tiene más luz. Guibia es un encanto de pueblo. En este espacio interactúan muchas familias. Es el lugar elegido por madres y padres que asisten con la prole a jugar al columpio, al sube y baja, o sencillamente a compartir una pizza familiar y helados. Fuera del área de juego está la muchachada. Chicos y chicas se dan su mejor pinta y se sientan a ver y a dejarse ver. Sobre los bancos se lucen las botellas de todo tipo de bebidas a medio consumir. Es como una suerte de concurso sobre marcas y capacidad de tomar. A pocos pasos está nuestro Caribe y todos de espaldas a él. Mientras miran los autos y quedan cegatos por las luces y el ron, el mar les susurra secretos con sus olas, trayendo uno que otro vaso fon, alguna botella de Chivas, un pantalón viejo, termo envases, fundas plásticas, palitos de helado, cajetillas de cigarrillos, seguido de un variadísimo etcétera.
Damos por sentado ese tesoro que muchos envidian y apenas ven en imágenes de Google. Sinceramente no nos importa su suerte. Será que al verlo tan grande, tan inmenso y lleno, entendemos que puede defenderse solo. Pero ni eso, sencillamente ni le tomamos en cuenta. Mi amiga, extranjera, por cierto, me dijo entre bocado y sorbo: -Los dominicanos viven de espaldas al mar.- ¡Nada más cierto! Lo han hecho nuestras autoridades por décadas. La Alcaldía del Distrito insiste en mejorar las aceras de la Ave. George Washington, pero el área de Montesinos ha sido abandono tras abandono, por décadas -solo presto para el manoseo de menores por parte de una autoridad eclesiástica y como hogar para indigentes-, las inmediaciones del monumento a la "supuesta" Independencia Financiera, mejor conocido como obelisco hembra, están por igual maltratadas, sucias, feas. Quien siga pensando que exagero, que visite el Club de Maestros de la UASD y que baje a echarle un ojo a las instalaciones que dan al mar, seguro le darán ganas de llorar.
Y puede que parezca que hablo de dos cosas: el mar y su entorno. Sin embargo le digo, es todo lo mismo. Es el mismo desprecio, la misma falta de atención. El mismo descuido y pésima educación. Es el pueblo y sus autoridades dándole la espalda a un recurso distintivo de nuestro país. Sí todavía cree que me salgo de proporción, sepa que una cantidad enorme de dominicanos apenas sabe nadar; además, aun siendo isla, en el imaginario colectivo el pescado es comida de ricos, y mucho del que consumimos es importado. Repito: Vivimos de espaldas al mar, casi literalmente.