Cualquiera podría pensar que el acceso al espacio se hace de forma inmediata, que entre la conciencia de sí y la del entorno espacial apenas median las palabras y un saberse ahí, colocado en un lugar preciso en un momento determinado. Incluso, pensamos que el espacio es totalmente objetivo y que la vivencia de este está ajena al mundo de los deseos y del inconsciente o, en otro orden, al mundo de lo imaginario.
Si entendemos el imaginario como el producto de la imaginación y esta última como una facultad para representar lo real y construir configuraciones más o menos arbitrarias respecto a lo existente-no existente; entonces, el imaginario espacial es una representación social más o menos arbitraria sobre el espacio y sus habitantes. En este sentido, el imaginario espacial sería una toporrepresentación construida socialmente, esto es, una representación social del espacio.
El trabajo de la imaginación sobre lo real no es solo como reproducción de lo existente que ya no está presente, sino que la imaginación, como bien lo subraya Enmanuel Kant, puede construir sus propios objetos representativos. Esta distinción entre imaginación reproductora e imaginación productiva permite entender el imaginario espacial como un producto en el que se construye una imagen o representación sobre el espacio.
La representación espacial construida socialmente permite aterrizar la cuestión identitaria, brindándole un marco de referencia sobre el cual se edifica en términos históricos y sociales. Ninguna identidad es ajena al espacio en que el grupo social convive y las significaciones representacionales que se les otorga a este espacio vital de pervivencia. Toda identidad está atada a un suelo, a un territorio sobre el cual se proyectan, igualmente, ideas, creencias y valores que integran al grupo como tal. Por ello es que este binomio imaginario espacial e identidad personal o colectiva es rico en representaciones y, por lo mismo, en manipulaciones de parte del poder.
Las conmemoraciones históricas, por poner un ejemplo en Historia, no solo traen consigo el reforzamiento de un discurso aglutinador para la colectividad, sino que también al erigir un monumento en el “lugar” de los hechos convierte el espacio en signo sagrado de lo acontecido lo que, a posteriori, permitirá forjar lazos de identidad aún más fuerte no solo al compartir una historia, sino un espacio imaginado transfigurado en signo patrio desde el cual estimular la memoria de sí y, concomitantemente, la diferenciación por exclusión del otro.
Este mismo proceso se percibe en las leyendas citadinas en torno a la apropiación de los espacios urbanos. Referirse a casco urbano es denotar, al mismo tiempo, una periferia real sobre la cual se proyecta una serie de representaciones que obedecen a un juego de negatividades entre las otorgadas a uno como al otro espacio. Este es el momento en el que se revive el maniqueísmo representativo en la caracterización de las imágenes de sí y las del otro. Esto es, si me represento como la zona productiva y de mayor movilidad, entonces, habrá una zona improductiva y de menor movilidad. Si me represento como la zona de paz y de progreso, entonces habrá una zona de guerra y de atraso.
La vieja dicotomía entre el espacio urbano y el espacio rural se traslada sin más a la gran urbe. El centro y las periferias espaciales tendrán valores económicos y sociales distintos e, igualmente, representaciones distintas en el imaginario social y colectivo.
De niño recuerdo que la abuela nos tenía prohibido bajar al “barrio abajo” en donde se aglomeraban los burdeles y la mala vida. El peligro no era solo real. En su vocabulario había una distinción entre dos estilos de vidas y, por ende, de valores representacionales de sí mismo y del otro que se traducía en dos espacios opuestos. Los de “arriba” gozaban del beneplácito de saberse y representarse como católicos, de buena moral mientras que los de “abajo” eran solo eso, gente común y corriente que sobrevivía en un espacio representativo del pecado. A ella y a muchos otros no les importaba que los niveles de pobreza eran similares, vivir “arriba” no era igual que vivir “abajo”.
Los espacios imaginados traen consigo identidades imaginadas que, al final, son montadas socialmente en la simpleza del maniqueísmo sempiterno.