Árabes y hebreos conviven casi hermanados cuando no se sienten ni árabes ni hebreos, es decir, cuando no se hallan en las líneas de fuego de franjas ni trincheras ni reclamos territoriales ni espacios religiosos.
Cuando habitan territorios “extraños” y a la vez entrañables que no son desiertos delirantes tomados por las potencias, dominados por el dogma de las “herencias” milenarias, la nostalgia y otros resabios que no son cosa de sabios.
Al desierto, que suele ser visto tanto como un espacio místico como “diabólico” y que es escenario de grandes confrontaciones espirituales, si se lo ve desde la percepción individual, sus límites pueden ser señalados como “infranqueables” por la leyenda y la extensión infinita de Las Mil y una Noches arábigas, por los libros sagrados que ha inspirado y por mil otros motivos.
En el esoterismo ismaelita el desierto es el ser exterior, el cuerpo, el mundo, el literalismo, que se recorre a ciegas sin percibir al Ser divino escondido en el interior de sus apariencias. Es ese espacio en el que las arenas replican a las estrellas, el que recrea dos sentidos simbólicos esenciales, declara el Diccionario de Símbolos, de Jean Chevalier. Es el lugar que se halla propicio para las revelaciones y para favorecer los proyectos de los buenos como de los falsos profetas.
Esa búsqueda de la Esencia evoca la Tierra Prometida por los hebreos a través del desierto del Sinaí. Es la indiferenciación principal o la extensivo superficial y estéril bajo la cual debe ser buscada la Realidad. Según Mateo(12,43) el desierto se halla poblado de demonios. En cambio, Ricardo de San Víctor cree que este es el corazón y el lugar de la vida eremítica interiorizada. Ahí también se erigen las apariencias y los espejismos y el lugar donde es tentado el Mesías.
Los demonios asaltan a eremitas como San Antonio y no se libran de ellos otros seres que procuran la luz de lo Alto. Este último es el desierto de los deseos y las imágenes diabólicas exorcizadas. Shankaracharya ve el simbolismo del llamado “mar de pura arena” para significar la uniformidad principal e indiferenciada.
Fuera de ella nada existe más que de modo ilusorio, al modo del espejismo. Para Eckard, el desierto en el que reina sólo el dios es la indiferenciación reencontrada por la experiencia espiritual, idéntica en ello a la mar del simbolismo búdico.
Ángelus Silesius lo siente como la deidad, a donde él aspira a ir: a la indistinción del principio (celestial).
Es el más recurrente en el espacio bíblico. Es de una simbología ambivalente en la medida en que se muestra como la esterilidad a donde no llega la divinidad al tiempo que puede ser la fecundidad con ÉL.
Revela la supremacía de la gracia, puesto que, en el orden espiritual, nada existe sin ella y todo existe por ella y sólo por ella.
Es la tierra árida, desolada, sin habitantes, el mundo alejado de la divinidad y la guarida de los demonios. Es el eremos de los griegos, donde se afronta la naturaleza individual y la del mundo con la sola ayuda del cielo y el lugar propicio para las revelaciones como también para favorecer.
El historiador judío Flavio Josefo (Guerra judía, 2,259-261) afirma que un profeta arrastró al desierto muchedumbres entusiastas para encontrar allí más deprisa la intervención divina.
Durante la toma de Jerusalén, cuando el incendio del Templo decide el derrumbamiento de las esperanzas nacionales del judaísmo, un movimiento de masas concluye en esta sola demanda dirigida al invasor romano: los vencidos piden permiso para retirarse al desierto a esperar de su dios la salvación.