Cada ser humano es dueño absoluto de su propia verdad. Todo individuo esta aferrado a la simiente de sus experiencias y con ella edifica sus pasos, avanza o retrocede en el plano de lo humano y lo social, o sea, que como sujetos nos volvemos espejo de la realidad circundante en la que nos desarrollamos.

Yo no puedo negar de dónde vengo, como tampoco puedo decir que el ambiente en el que desde hace tiempo vivo no haya modelado todo lo que soy. De los primeros pasos en mi tierra guardo la inconmensurable alegría del ser: gastronomía, música, humor, solidaridad, absoluta entrega al momento; del lugar en el que estoy  absorbo a diario lo diverso, el respeto por los códices de conducta, la garantía en las cosas básicas, el roce con todo el espectro de lo humano y de esas cosas que no lo son.

Soy consciente de no tener toda la libertad y sentimiento de pertenencia que sólo me es posible sentir cuando estoy en la tierra santa de mis amores. Emigré como todos emigran, fundé familia, juré por otra bandera; tengo el derecho a movilizarme a donde yo quiera y con quien yo quiera, siempre y cuando esto no afecte los intereses del país que me acoge. El dominicano quiere viajar, quiere subirse en un avión, explorar recovecos, sitios, altares. Somos en buena frase criolla “seres de tendencia a revolujarse”.

Ese país al que me une lo umbilical (48 mil kilómetros y un pico) se merece mejor suerte, mejores resultados, mejores hijos. País porque así lo decidimos, así lo queremos, así lo heredamos sin que los presentes hayamos puesto una sola gota de sangre para el concurso soberano, digno, entusiasta en el festival global de territorios “emancipados”.

Sé quiénes somos, he podido reconocer un dominicano a leguas de distancia sin que medie palabra alguna entre nosotros (Tokio, Helsinki, Madrid). Nada es más sabroso y desinhibido que el melao criollo. Mis amigos son dominicanos luchadores, gente muy laboriosa, profesionales, buena. No sé si es mi suerte, si es la forma en la que me busco en ellos, pero no puedo decir nada malo o corriente de los que hasta hoy andan conmigo, al lado, circundantes a la redonda, con esas ganas de vivir y de cambiar la suerte de los suyos, esos que se quedaron en la media isla nuestra y que aún esperan por la “visa para un sueño” a lo Juan Luis Guerra y su canto.

Yo no quiero pecar de romántico, de inadvertido; como si yo fuese un entusiasta anodino de una causa que ya muchos han dado por perdida.  Si de este lado y de aquel existen tantas gentes buenas, comprometidas, amantes de lo propio, cómo es posible que nos encontremos tan entumecidos e invariables en la forma de aceptar el caos, el latrocinio, la miseria social, humana, política que dicta nuestra suerte (suerte caníbal, inmisericorde, de falsarios trogloditas  en todos los estados y escalones sociales).

Es obligación diaria repetirse con el tema y las preguntas. Es deber diario sacar unos segundos para la reflexión y búsqueda de salidas.  Yo trato de evitar caer en las derivadas plegarias por un “sátrapa iluminado” que a golpes de culata recobre cierta dignidad, conducta de respeto, apego al trabajo y calidad de las cosas (perdónenme, es que perdí la fe, hace mucho que perdí la fe en el sistema partidocrático dominicano).

Desde el ajusticiamiento del tirano Trujillo, tres creaciones políticas se han repartido más de medio siglo de gobiernos, aumentando con cada una de ellos las expectativas de un bienestar común que en muy poco aterriza y que por el contrario deja el muy cotidiano“ amargo de boca” en una sociedad caracterizada por lo bipolar y vergonzoso de las fechorías.

El mayor deseo de la gente que conozco es regresar a un país que se maneje con la decencia y garantías creadas para el bien ciudadano. Apostar a lo nuestro debe de ser el principio y ascenso  a las mejores cosas de la vida. LAS COSAS NO ESTAN PERDIDAS, YO CREO QUE NO.