Circula de manera viral en las redes sociales una entrevista realizada a Johan Giesecke, un renombrado epidemiólogo sueco quien, conjuntamente con su discípulo, que dirige la respuesta a la pandemia en Suecia, son los artífices de una política suave, sin excesivas imposiciones económicas. Se basa en que la epidemia es como un incendio, imposible de contener, por lo que, irremediablemente, “todos nos vamos a contagiar”. Por eso propugna por producir inmunidad colectiva o “de rebaño” con la mayor rapidez posible, sin medidas estrictas de confinamiento social.
Sin ninguna aparente relación con esto, otro video de unos médicos de California elogia el “modelo sueco” e insiste en la apertura de la economía. En un tercero, también viral, una pseudocientífica activista del movimiento en contra de las vacunas, famosa por diseminar informaciones falsas y teorías de conspiración, intenta desprestigiar al Dr. Fauci, una de las figuras clave en el equipo norteamericano para dar respuesta a la epidemia, quien ha tenido enfrentamientos con Trump. Ella es apoyada por grupos de extrema derecha que también están detrás de las protestas para “reabrir América”. La forma impresionante con que estos videos se difunden es resultado, muy probable de campañas expresamente orquestadas para servir ciertos intereses.
Toda esta información nos inunda y a muchas personas se les hace difícil discernir el trigo de la cizaña. Veamos el tema del modelo sueco. Suecia es un país de 10 millones de habitantes que, al 9 de mayo, tenía 25,000 casos de COVID-19 y 3,175 muertes, que representan 314 muertes por millón de habitantes. Se ubica así en el puesto número 7 en el mundo entero en el cuadro de honor de muertos por habitante, más que Estados Unidos, que lleva hoy el liderazgo en números totales tanto de casos como de muertes por COVID-19. Es cierto que Bélgica, Italia, España y el Reino Unido ocupan los primeros lugares en términos de cantidad de casos y de mortalidad por habitante, a pesar de que aplicaron medidas fuertes de confinamiento (un poco tarde, según dicen algunos epidemiólogos). Pero los números de Suecia son muy diferentes a los de sus compañeros nórdicos, Dinamarca, Finlandia y Noruega (con 90, 47 y 39 muertes por millón de habitantes), cuyas políticas fueron muy estrictas desde muy temprano.
Aunque el doctor hable una “política suave”, se refiere a que no hay cuarentena obligatoria ni toque de queda, pero sí instrucciones precisas sobre cómo comportarse y mantener el distanciamiento social – único mecanismo seguro de reducir los contagios. Las estadísticas de movilidad de Google muestran que en Suecia las personas se cuidan y que muchos no salen de sus casas, tal como puede comprobarse mediante las estadísticas de Google que muestran que en ese país los desplazamientos han caído sustancialmente. Sus ciudadanos siguen las recomendaciones del gobierno y tienen conciencia de los riesgos si las incumplen. No es lo mismo que sucede a diario en países como la República Dominicana, donde a pesar de los mandatos obligatorios, muchas personas no cumplen con las indicaciones, ni siquiera durante el toque de queda que comienza a las cinco de la tarde.
En el caso de Argentina, un periodista preguntó a Giesecke cuántas personas habrían muerto a esta fecha en ese país de aplicarse el modelo sueco y éste respondió, después de un rápido cálculo mental, que estimaba unas 15,000 – frente a menos de 300 personas fallecidas, que es la cifra actual. En definitiva, las políticas públicas siempre tienen en su base una decisión ética: cuáles son nuestros valores, qué nos importa más, en este caso, salvar vidas humanas o intentar seguir con nuestras actividades productivas y de esparcimiento.
Pero esta disyuntiva no es correcta. Tanto la epidemia en sí como la sociedad y los sistemas de salud actúan de manera compleja. No funcionan los razonamientos lógicos, secuenciales y lineales. El comportamiento de las personas influye en el comportamiento de la epidemia. Hay demasiadas interrogantes que no admiten respuestas simples. Apenas tenemos cuatro meses con esta epidemia: no sabemos casi nada ni sobre el virus, ni sobre los impactos que produce en la salud de la gente de diferentes edades, grupos poblacionales, étnicos, de ingresos, ni sobre el comportamiento de la epidemia en países o lugares del mundo diferentes, ni sobre los efectos de una u otra política.
Me sentí muy identificada con las declaraciones recientes de Peter Piot, actual director de la Escuela de Medicina Tropical de Londres, una de las más prestigiosas escuelas de salud pública del mundo, a quien conocí hace unos años cuando era director de ONUSIDA, un científico cuya vida entera ha estado dedicada a luchar contra los virus, particularmente del VIH y del ébola. El Dr. Piot lleva unos dos meses de manera personal luchando contra el COVID-19, habiendo pasado semanas en un hospital inglés, en cuidados intensivos, aunque, por suerte, no tuvo necesidad de intubación y respiración mecánica. Los legos hablamos alegremente sobre los respiradores, como si se tratara de aparatos de tomar la presión, pero para quienes lo han vivido, consisten en torturas inconcebibles que dejan efectos secundarios impensables. Aun sin pasar por esto, la enfermedad puede tener efectos graves y dejar secuelas importantes, en palabras del Dr. Piot:
“Muchas personas piensan que COVID-19 mata al 1% de los pacientes, y el resto escapa con algunos síntomas similares a los de la gripe. Pero la historia real es mucho más complicada. Muchas personas se quedarán con problemas crónicos de riñón y corazón. Incluso su sistema neuronal estará interrumpido. Habrá cientos de miles de personas en todo el mundo, posiblemente más, que necesitarán tratamientos como la diálisis renal por el resto de sus vidas. Cuanto más aprendemos sobre el coronavirus, surgen más preguntas. Estamos aprendiendo mientras navegamos. Es por eso que me molestan tanto los numerosos comentaristas al margen que, sin mucha información, critican a los científicos y a los responsables políticos que intentan controlar la epidemia. Eso es muy injusto”.
Es muy injusto, efectivamente. Creo que ellos trabajan con la mejor de las intenciones (aunque se equivoquen). No creo que nadie, ningún gobierno, quiera mantener cerrada su economía a riesgo de perder miles de empleos, mandar grupos enormes de su población a la pobreza, producir inmensas quiebras en los negocios, destruir las finanzas públicas. Algo muy grande tiene que estarlos motivando. Seamos pacientes y comencemos de nuevo poco a poco, procurando aprender de la experiencia que nos ha tocado vivir y extraer de ella las enseñanzas para que un futuro mejor sea posible.