Para eludir escozores e incertidumbres, sin pensar mucho, solemos adherirnos a la tradición, a lo plantado, olvidando que sin rupturas y transformaciones la tradición se petrificaría o prevalecería un automatismo nada inteligente, nada estimulante. Ni todo tradición, ni todo ruptura. “Tradición y ruptura”, como en el arte y la poesía, de esa manera se ha creado la cultura humana.
Los cambios que se operan en la conciencia y la actividad pública de la mujer sumen en el desconcierto (y en no pocas ocasiones, son repelidos como abominación desnaturalizante) incluso a intelectuales y pensadores muy lúcidos, de los que se esperaría otra cosa. (En otros intelectuales, hombres y mujeres, su comprensión de la equidad y su soberanía de interrogación constituyen partes notables de su lucidez). En algunos filósofos –Nietzsche y Schopenhauer, por ejemplo– la reacción es virulenta, pero no son ellos, los que me interesan, sino los ciertamente sutiles, admirados y queridos, y que, por ende, calan más en sus lectores y lectoras. Un ejemplo claro lo encontramos en el extraordinario escritor, maestro de generaciones en todo el mundo, Gustave Flaubert. El creador de la perdurable Madame Bovary. En su celebrada novela La educación sentimental, vierte en el personaje de la señorita Vatnaz la percepción común sobre los atributos que portan las que aspiran y actúan por la igualdad. La señorita Vatnaz, una solterona, feminista, revolucionaria, dudosa, seca, ideologizada, inmerecedora de amor, frustrada en sus aspiraciones artísticas, encarna a las luchadoras de ese tiempo; una criatura de moda y época a la que su vida interior y sus ideas la exilian de la verdadera vida, de la verdadera revolución, del verdadero amor. La mujer ya no es mala o buena, es ridícula, inconveniente, risible en su atrevimiento, de dudosos escrúpulos, desviada y desviadora en sus pretensiones de libertad sexual. Su desenvoltura es exagerada, molesta, inspira rechazo. Así lo muestra Flaubert cuando describe a la señorita Vatnaz:
Ésta era una de esas solteronas parisienses que cada tarde, cuando han dado ya sus lecciones o tratado de vender dibujos o un manuscrito, regresan a sus casas con la falda sucia de barro, cenan solas, y luego, con los pies sobre un maridillo y a la luz mortecina de una lámpara, sueñan con un amor, una familia, un hogar, la fortuna, con todo lo que les falta. Por ello, como otras muchas, la Vatnaz había saludado en la Revolución el advenimiento de la venganza; y se entregaba a una propaganda socialista desenfrenada.
Este personaje era portavoz del programa de reivindicaciones feministas, enarbolado por las francesas y difundido por distintos medios, entre estos, L´Opinion des Femmes.
En los personajes de la señora Arnaud (la bella seductora portadora de enigmas, diseñada por la misma naturaleza para el amor), Rosanette (la puta inocente o la bruta carnosa, quien paradójicamente opina que las mujeres han nacido para el amor, “o para criar hijos, para manejar un hogar”) y la señorita Vatnaz (feminista vengativa, transparente en su simplicidad) es posible leer los temores y las atracciones que empapan la mirada masculina hacia la mujer a final del siglo XIX. A fin de cuentas, hoy no es del todo distinto. En los dominios del sentimiento, pasiones y cultura los cambios –de ocurrir, porque no valen concepciones lineales de progreso– suelen entrañar componentes resbaladizos a nuestro entendimiento.
De cierto, creo, necesitamos estar “cerca del corazón salvaje” (aguda visión de la plenitud en la entonces muy joven escritora Clarice Lispector, 1944), dar paso a los Fuegos (transmutación de la pasión no correspondida en poderío de belleza, de Marguerite Yourcenar, 1936) y, al mismo tiempo, educar el corazón. Pétalos de una misma flor: la razón ardiente y el sentimiento clarificado.