República Dominicana es un país hermoso. Siendo la cuna de tantos héroes y heroínas, sobre nuestro suelo más noble se pasean a diario miles de personas que luchan, que construyen posibilidades donde apenas hay opciones. De ese tipo de gente está hecha mi tierra.

Bastaría darnos un paseo por los barrios más populares de la capital. Donde desde tempranísimas horas del día se observan los rostros somnolientos de mujeres y hombres que hacen lo necesario para armar una mañana que les asegure un futuro. Un futuro que muchas veces solo equivale a veinticuatro horas, porque hay quien lucha por un almuerzo o quizá una cena. Hay quien no tiene cabeza para pensar en un domingo cuando apenas es sábado.

Y es que, aunque resulte difícil de imaginar, para algunos puede ser una suerte de milagro lograr que el día concluya. Y de eso quiero contarles, de alguien que fabrica milagros y sueños a diario. De una persona que sabe muy bien lo maravilloso que es ver a un niño o niña iniciar la jornada escolar con los materiales necesarios, lo importante de poder reunir para la comida. Él, junto con un grupo de personas –anónimas o no–, arma sin cesar, y con obstinación, un futuro para lo verdaderamente importante: Los niños.

De los cincuenta y tres agostos que tiene Óscar López Núñez, en este mundo de tercos y obstinados, seis los lleva dirigiendo La Escuela de Artes y Humanidades Luis Terror Días, en Bonao.  El centro, cuyo propósito esencial consiste en atender y alimentar a diario al menos a 30 niños, lleva su nombre en memoria de “ese ser humano, artista primordial de la cultura dominicana, amigo y hermano fecundo de las tinajas sonoras y los zumbadores, en el que todos tuvimos tanto”. De puño y letra del propio Óscar encontramos estas palabras, cargadas de recuerdo y afecto para El Terror, Luis Días.

La escuela hace mucho más que conseguir un plato de cereal con leche o un mangucito con salami para los niños y niñas que dicen presente día por día. Óscar se las ingenia para alimentar el espíritu de estos infantes. Él sabe de primera mano que el arte es salvación, que los niños que están expuestos a la violencia y la pobreza necesitan conocerla desde lo más temprano posible. Puede ver en primera fila que no hay mejor estrategia que educar y promover con el arte para que puedan aprovechar mejor la vida. Por eso hace malabares para llevarlos a talleres de actuación, exposiciones de pintura, ferias de libros, charlas sobre valores, etc. Sin que falte, uno que otro día, un viaje al río o al parque, al Botánico o al Zoológico.

Además del deseo de construir futuro, la consecución de un milagro por día, multiplicado por 30 –y muchas veces más–, no resulta fácil. Las jornadas de Óscar inician a las 4 de la mañana todos los días, y entre una calamitosa factura eléctrica, que en vez de bajar aumenta, y una despensa que no siempre tiene lo mínimo, las peripecias para lograr el moro del mediodía no se hacen esperar. Igual de difícil puede ser lograr reunir el dinero suficiente para llevar a “los pichones” –como suele llamarles, cariñosamente– a las diversas actividades artísticas mencionadas. Pero Óscar es un terco de los buenos. Su esperanza está hecha de un material tan fuerte como el diamante y tan hermoso y laxo como el bambú. Se declara un soñador incurable y vive invitando a todos al camino de la paz. Óscar, junto a muchos amigos y amigas, vive “juntando aquí y allá, poniendo cada uno un poquito, creyendo un chin más, soñando juntos, uniendo las piezas de un rompecabezas llamado felicidad.”

Naturalmente, este tipo de gestión no siempre cuenta con apoyo oficial, lo cual es una lucha de todos los días. Por ello la iniciativa de Óscar se mantiene de pie gracias a la colaboración de mucha gente que, como él, insisten en la ocurrencia de las utopías. Por este convenio de amor y de fe es que muchos niños y niñas de Bonao conocen a Mozzart, saben de empatía, solidaridad, honestidad, de la patria, y de muchos otros valores que forman a un ser humano feliz y vertical; tocan guitarra, moldean con sus deditos la cerámica y el porcenalicrón. Se deleitan con el bolero y un buen merengue de El Terror. Saben lo que es un abrazo, lo que es saciar el hambre. Disfrutan del jazz, la bossa nova, manosean libros y disfrutan del olor del conocimiento, leen poesía, van de la mano de personas que les entienden, que les corrigen con un “caray, muchacho ‘ei diache” repleto de amor infinito y les enseñan que la vida, y el futuro, pueden ser mejor.

Hace seis años el proyecto era solo de Óscar. Como una epifanía que le atravezó la sien derecha y le salió por el plexo solar, pensó: “¡abrir un centro donde lleguen los niños de la calle a aprender arte!” Hoy, el sueño involucra a muchos más. ¿Te interesa involucrarte?