Por regla general nunca le doy al cuerpo lo que no quiere, salvo que sea estrictamente necesario. En esa misma línea, dentro de lo posible procuro no negarle lo que le gusta, salvo que me haga daño. Dicho lo anterior, y siendo que esta vida ya trae sus propias complejidades y limitaciones, procuro que la mayor cantidad de las actividades que realizo tengan su cuota de placer. Pues resulta que una de las cosas que más disfruto en la vida –y no es frase hecha– de unos días hasta hoy ha dejado de ser lo que era. Cuando ocurre, todo mi cuerpo y mi ser lo rechaza. Y si hay algo que yo siempre hago es escuchar a mi cuerpo.
Desde mi tierna infancia, tomar café ha estado vinculado a eventos sutiles y nobles de mi vida. Eventos que luego han venido a ser memorias importantes. Teniendo yo apenas seis o siete años de edad, mi abuela Gloria colaba para los nietos lo que luego supe se llamaba la segunda colada: una agüita de café que para mí era como el cielo color ámbar. Recuerdo que tomaba el “pan de agua” y le sacaba la masa del centro, de manera que este quedaba todo ahuecado, y en esa suerte de vientre de harina echaba el café para morderlo luego. Tengo el recuerdo clarísimo en mi mente –sabor y olor incluídos–.
Varios lustros luego, mi padre solía despertarme con el olor del café. Colocaba el pozuelo a la altura de mi nariz y se quedaba, paciente, esperando que el olor me hiciera reaccionar. Pocos eventos en mi vida no mejoraron luego de una taza de café recién colado. Muchas mañanas fueron mil veces mejor de lo que realmente eran solo por tener entre mis manos el calor de un pozuelo lleno del preciado líquido. Y resulta que estos días mi café no ha pasado de ser eso, solo líquido marrón oscuro.
Esa experiencia, la de no amar mi café, ni deleitarme con su aroma, solo la viví durante el primer trimestre de mi embarazo. Hoy no es el caso. Entonces ¿qué es lo que ocurre, que su aroma no despierta en mí esa sorpresa matutina diaria, que me energizaba y me hacía sonreír como idiota? ¿por qué ese primer sorbo ya no es como el primer beso de dos que se enamoran y, asustados, convienen el encuentro de los labios, para nunca más parar? ¡Quién sabe…! Yo no lo sé. Lo que sí sé es que he limitado su ingesta a dos o tres aburridos sorbos y solo por la mañana.
Apenas me reconozco al escuchar –leer– de mí tales términos hacia el café. Aburrido es una palabra que nunca imaginé emplear en referencia a este. Yo solo podía escribirle poemas…
“¡Pocas cosas como tú!
Me recuerdas siempre lo delicioso y caliente que puede ser un día.
Te acuestas en el suelo de mi lengua, y te haces con mi cansancio.
Vas recorriendo mi garganta, inventando planes a tu paso…
¡Tanto te dije antes!… y sigues siendo musa líquida en mis labios.
Sea de día, tarde o noche, eres el compañero que está y permanece.
Eres tú, mi café, la gloria negra que tomo con placer, cada día.”
Si embargo, sí me identifico al hacerle caso a mi organismo, a mi paladar, que de alguna manera, desde hace días, me viene diciendo que no, que no tome café, que no lo desea. Hay una sabiduría infinita en todo organismo vivo, y el cuerpo humano no es la excepción. Más aún, es de una ingeniería perfecta y extraordinaria, además de ser la casa donde habita todo esto que soy yo, entonces, lo menos que puedo hacer es escucharlo e ir a su ritmo.
Sea temporal o no, mi apatía por el café me encuentra en medio de un tren de vida que no puede parar. La tierra sigue dando vueltas y hay mil cosas por hacer. En el ínterin, me toca una marcha ciudadana contra la impunidad este 22 de enero, y observar de cerca la novela de la comisión de los amigos de Danilo, con todo y Agripino. Aúnque reconozco que es una verdadera lástima no poder hacerlo con mi tazón de café en la mano.