En sus “Coplas a la muerte de su padre”, Jorge Manrique nos dijo: Las mañas y ligereza/ y la fuerza corporal/ de juventud,/ todo se torna graveza/ cuando llega al arrabal/ de senectud.

Por esos predios andamos. Dentro de tres días cumplirá mi cuerpo ochenticuatro años. Hasta a mí me parecen muchos o me parecen pocos. Incluso no sé si merezco el título de poeta o de escritor. Esas cosas como todo en la vida se saben al cabo del tiempo: Mucho después de muertos. Entre tanto el terror no es la pérdida de la memoria sino el horror de repetirnos.

Vivimos en un país donde los escritores (salvo excepciones excepcionales: Domingo Moreno Jimenes en una conferencia y unos apuntes; Manuel Cabral en unas escuetas cuartillas autobiográficas; Héctor Incháustegui Cabral en varias anotaciones y algunos pocos más, pero no muchos, nos han dejado constancias de sus aventuras literarias y datos dispersos sobre su infancia y su vida. Casi el resto de lo que vale es un misterio.

En estos días bajé una de las más intensas autobiografías que leí en la Revista O Cruçeiro de Rio de Janeiro a principios de los años sesenta del siglo pasado y luego en el volumen que ahora cualquiera puede bajar de Internet: Confieso que he vivido, que he vuelto a leer dándome cuenta de que realmente nunca la leí realmente, que recordaba vagamente la escena de aquella mujer enamorada que se atrevió a meterse entre la era junto al poeta y lo besó apasionadamente con quien vivió una aventura juvenil amorosa que siempre me deleitó.

Naturalmente, no pretenderé escribir mi autobiografía en estas notas periodísticas.

Según datos, nací un miércoles 5 de septiembre de 1933 a las 10 y 10 de la mañana. Mi padre, que llevaba 14 años de casado con mi madre, siendo un garañón nacional que había tenido varios hijos, hizo diana. Cuando nadie lo esperaba llegué al mundo en Pimentel. Me dicen que solo preguntó: ‘¿Está completo?’ Al otro día fue al Oficialato Civil a declararme.

Al parto de mi madre asistieron un joven médico árabe, Felipe Achécar, una nurse de las islas: Miss Rita Bagowit, la comadrona Corina Fernández de Pérez, Mamá Cora, el doctor Julio Senior que era pasante a la sazón, hermano del famoso fotógrafo que luego   retrataría a medio pueblo.

Tanto los dos médicos como miss Rita fueron designados mis padrinos y siempre los recuerdo como tales, aunque ninguno estuvo diez y seis años después cuando enamorado de la que sería mi esposa quise que me bautizaran para poder asistir como un devoto a la segunda misa a las que ella no faltaba.

¿Qué puedo decir de este paquete de más de ocho decenas de años camino a la novena?

No por imitar a Pablo Neruda, pero confieso también: ¡Que he vivido y de qué modo!

Mientras él narra su infancia montañosa de su hermoso país en la auraucania donde vino al mundo en Temuco, yo vine en un lugar plano donde las montañas se veían a la distancia azuleando presididas por la loma Quita Espuela. 

Es poco lo que se puede hablar en los llanos que no sea de los ríos torrentosos, de los cacaotales y los pajonales repletos de mangos, guayabas, ginas, guamas cajuiles y frutillas o los naranjos y guineos de las veras de las aguas.

Tenía cuatro años cuando mi madre me trajo por primera vez a la ciudad capital y un par después a Santiago, que a San Francisco de Macorís había ido antes en el tren. Tuve la extraña suerte de viajar a los diez a Padre las Casas y estar en el Centenario cuando lo hicieron Común o municipio, porque a mi padre lo nombraron Juez Alcalde como entonces le llamaban a los que hoy es Juez de Paz. A los once lo trasladaron a Altamira, es decir, que siendo un hombre de tierras planas, ahora amaba el torrentoso Cuevas sureño o los pequeños y fríos arroyos con nombre de muchachas frescas como las hermosas de ese pequeño paraíso: Yesca y Altamirita de los cuales como de más de una me enamoré y disfruté

En mis pueblos por el patio de casa fondeaba un arroyo que había dado nombre antiguo al poblado: Barberito, que cuando llovía era bañable. Pero mi infancia está también unida a otros ríos: Maney, Maguá, Cuaba y Yuna.

De mi amor por las montañas quedó mi novela Goeíza, con la cual gané el único premio que voy a consignar en mi historia: No concursaré jamás.

De mi amor por el campito donde mi madre era la profesora, Campeche Arriba, está enchumbada mi novela La Luisa.

De mi sarampión socialista, aunque nunca he formado parte de ningún partido político sin ser apolítico, naturalmente, pero un vehemente nacionalista, quedó mi novela Juego de Dominó.

Al único partido al cual pertenecí fue al Dominicano de Trujillo porque era obligatorio. Sin “la palmita” no se podía ni estudiar. Recuerdo que mi primera prisión fue siendo estudiante universitario por un guardia pedirme a la salida de un “triple hit” de esos de entonces, los famosos tres golpes: La palmita, el Servicio Militar Obligatorio y llegando a mi casa, la cédula, y al decirle donde vivía, me tocó uno de esos policías brutos de la Era que me dijo que no “había cambiado el domicilio y estaba en falta” y me arreó junto a borrachos y tígueres como uno más. Me salvé porque luego en la cárcel recordé un telegrama circular firmado por el dictador a todos los que habíamos pasado de curso y dije que me soltaran porque tendría que ir al Palacio con mis compañeros a darle las gracias al Jefe.

Haber nacido a principios de la Era, padecerla 28 años, toda una vida entonces, casi era para no tener nada que contar o demasiado que lamentar.

Pero no, durante mis primeros años fui feliz como todos los niños del planeta. Lo duro fue después cuando crecí y me di cuenta de lo que sucedía y sin embargo tenía que producir discursos laudatorios. Fuera para liberarme o lo que fuese, el caso es que comencé a hacer panegíricos y a meter la poesía de contrabando en los discursos.

Me molestaban las muletillas, tanto en los discursos políticos como en las oraciones fúnebres. De estas recuerdo que me dedicaba a hablar de cosas que le habían sucedido a los fallecidos, anécdotas sobre todo. Descreído por mis años de moro o de hereje, como me acusó una monja a mis siete años, sacándome de un catecismo, nunca hablaba de la vida en el cielo o en el más allá sino de u residencia en la tierra. Del más allá no tengo ni esperanzas. A lo mejor estas páginas cariñosas sean algunas de las que queden cuando no esté.

Mi pasión mayor, mi gran amor ha sido la poesía. Viví una época en la cual, sea por huirle a la dictadura sin saberlo, todo el mundo amaba un verso sonoro o una imagen bella.

Había un culto tal por la palabra poética, romántica como es lógico, que hasta las putas tenían álbumes. No decir de las jóvenes de sociedad o las escolares, siendo obligatorio saber de memoria y decir en los actos escolares un poema, burlándose de nosotros si solo nos sabíamos uno y lo repetíamos siempre.

A los diez años empecé a escribir poesía. Durante años juveniles y hasta salir de la Universidad a los veintitrés escribí poemas amorosos mayormente. Los cambios vinieron a partir de entonces, cuando Rafael Herrera por recomendación de Franklin Mieses Burgos que al leer un poema y decirme que “yo era poeta”, me publicó en la página literaria de El Caribe, el primero de mis poemas no románticos: ¡Qué par de padrinos poéticos y periodísticos me tocaron!.

Durante la mayor parte de mi vida he sido un bohemio raro: Nunca veía el amanecer. He sido un bebedor diurno. Si me trasnoché en la bohemia no pasó de dos veces que esperara ver el crepúsculo de la noche o el alba del día. Tampoco desperdicié el dinero olvidando mis obligaciones ni soltero ni casado. Hace muchos años que soy adicto al vino.

El vino es cuasi mágico. Terminé conociendo de añadas y uvas y como no se bebe en cualquier sitio ni con cualquier persona, se transforma en un trago social aunque nos emborrachemos.

Mis amigos me urgen que escriba sobre mi vida. Por lo que he escrito hasta ahora he tenido una vida monótona, como toda vida, aburrida, como toda vida, pero al mismo tiempo excitante y placentera, como toda vida. Podría resumirla diciendo que he sido un coleccionista de emociones. He colectado tanto amigos sinceros como amores con mujeres a lo largo de la geografía nacional, y más allá.

Quizás un día, cuando no ande como estaré estos días caminando el Este de mi país gracias a mi cuasi hijo José Javier Bueno, a mi querido primo Radhamés Cordero, a la querida pimenteleña Aura Cruz Saldaña Rosario en su pintoresco Hotel Altos de Caño Hondo y a mi no menos querido amigo Mariano Palmero Polanco, del cual espero contarles la próxima semana, comenzaré en serio a referir lo que ha sido, no solo mi vida, sino la de mis amigos poetas y narradores con las cuales compartí las mesas de bohemia en este país y fuera de él.

Sin duda alguna tuve la suerte de haber conocido la amistad sincera y el amor verdadero. Conquistas comunes que no todos los hombres han disfrutado o padecido, hasta culminar mis últimos días envuelto en el aroma de una poética ilusión.

Viajaba semanalmente a la ciudad capital o a Santiago, de modo que tuve encuentros inolvidables cuando en este país había tertulias por doquier. Mis viajes a Moca, La Vega, Montecristi, Bonao, Salcedo, Puerto Plata, Sabaneta, Matancitas, Cabrera, Río San Juan, Jarabacoa, Neyba, Azua, San José de Ocoa, San Pedro de Macorís, La Romana, Higüey, Yuma y Miches principalmente, en encuentros literarios, mi contacto ya en vía profesional o de la bohemia con los poetas sorprendidos, los de la generación del 48, mis coetáneos y parte de las últimas hornadas. Mis residencias en Santiago, Mao, San Francisco de Macorís y esta ciudad (además de los citados pueblos Altamira y Padre las Casas), me han proporcionado una visión amplia de lo que ocurrió literariamente en mi país. Dicté conferencias, asistí a encuentros pronuncié conferencias y charlas en muchos otros pueblos y busqué las huellas o las anécdotas de los escritores muertos o conocí a casi todos los que escribieron algún tipo de literatura en esos años.

No he sido un gran viajero cultural, pero mis vividuras en España, Israel, Brasil, Haití, Panamá, Venezuela, México, Costa Rica, Cuba, Puerto Rico y Estados Unidos en el Sur, el Oeste y naturalmente en el Este, aunque son pocas comparadas con la de tantos viajeros, me han permitido tener una visión de mi entorno, con experiencias en Culebra, Vieques y la Saona. Quizás me quede tiempo para hablarles de estas cosas.

He aquí mi primer poema publicado a nivel nacional, que a lo mejor hoy sería considerado ecológico, pero que escribí a las veras del Cuaba, en La Estancia de mi pueblo, hace ahora 61 años, aunque entonces apareció con otro título, está encabezando mi libro “Celebración del vino oscuro”. De ñapa los otros dos poemas que le acompañan, el segundo me fue dictado en el Parque Independencia una mañana llegando a la Palo Hincado en Las Mercedes y tuve que detenerme a copiar; fue uno de esos raptos poéticos que padecemos a veces cuando el poema nos obliga a escribrirlo. Si se fijan, surgió medido con versos de verdad; decasílabos, endecasílabos y dodecasílabos. Incluyo el que da título del libro para que el 5 del mes entrante a las 10 y 10 de la mañana un bohemio de raza por lo menos, levante la copa para que me desee que pueda concluir los libros que corrijo o que escribo, en el fondo no espero nada más de los años que me queden residiendo en la tierra.

El camino de las sombras

Yo hablo del río que es una culebra flaca escamada de verde/ escurriéndose entre las barrancas./Hablo de este mismo río/ creciéndole la barba en la montaña/ y emprendiendo resuelto su camino de sombras.

Hablo de estos árboles que hacen equilibrio en las barrancas/ con los músculos desnudos de sus raíces./ Hablo de estos pájaros que llegan a los árboles /y se quedan cantando para nadie en el campo.

Hablo de los frutos que joroban las matas/ tan solo para que el hombre las degüelle risueño./ Hablo de las cosas que florecen y cantan/ y se quedan con sus cantos y sus flores/ olvidados y lejanos, en sus sitios de siempre.

Las hormigas hacen un palacio de un ruiseñor muerto./ Alguna saldrá florecida de cantos de su garganta./ Jamás pensaremos en la agonía de los peces/ que se arriman al fondo para volverse piedras.

Ni en los pájaros que mueren con las alas abiertas/ para que el viento los convierta en nubes./ No pensaremos que los árboles mueren/ y se quedan de pie con sus esqueletos desnudos.

Pasaremos por los campos, por los ríos y las montañas/ sordos, ciegos, e impíos; miserables y odiosos.

Este oscuro misterio cotidiano

Este oscuro misterio cotidiano/ de ver la luz, de respirar el aire./ Este hecho asombroso que sucede/ a todos los seres del planeta,/ es el mayor de todos y no asombra./ ni a sabios, profanos y creyentes. / Y es que todos creemos que la vida/ es un simple regalo de los cielos/ y no un hecho heroico que se gana/ con sudor, con lágrimas y con sangre/ en el afanoso tiempo de la tierra./ Este oscuro misterio cotidiano/ de ver la luz, de respirar el aire.

Celebración del vino oscuro

Nuestra amistad ha sido derramada/ por dos leves, dos leves semibesos/ derrumbando las frágiles fronteras/ que dividían esos vínculos humanos.

Años de desazones y delirios,/ años de no se puede y por si acaso,/ años de perdone usted y de saludos/ fraternos, equívocos y extraños/ que a todos confundían, hasta a nosotros,/ quedaron derrumbados en un segundo,/ un segundo real, tan breve tiempo,/ que bastó para matar y sobró para encender/ la eléctrica chispa de la vida,/ la que inflama los cuerpos y los eriza.

Yo no voy a llorar sobre el cadáver/ de la hermosa amistad que destruimos,/ yo voy a celebrar con vino oscuro,/ del color de la sangre de la tierra/ este mortal amor recién nacido.

¡Salud!.