Las ganas de escribir no se van así por así. Es una manía maldita que te consume a cada segundo. No dejas pasar ni de relajo una metáfora que cuelgue en un árbol, o un epíteto que vuele en una hoja caída. No sé cómo se hacen los escritores para no andar enredados en notas garabateadas y manchados de pies a cabezas con la tinta de las plumas. Ahora con las tabletas es fácil evitar ese accidente fatal con trazos impertinentes.

Las dos cosas más difíciles de la disciplina de escribir son: primero, que es una disciplina y por lo tanto no admite “después lo hago”; y lo segundo es encontrar la fuente de inspiración que te saque más allá de 140 caracteres de las redes sociales. La segunda resulta para quien les escribe, la más difícil de todas.

Siempre encuentro razones para escribir; esas fuentes de inspiración que captan la atención de mis dedos por un buen rato, pero de repente, como huelga de choferes en la 27 de febrero, se arma un lío de carros, en este caso de pensamientos en mi cabeza, y empiezo a tener un exceso de fuentes que me inspiran a escribir de miles de cosas que están pasando, y al final termino saturada tratando de elegir. Pero dejar de escribir es la peor de las decisiones para quienes tenemos ese hábito metido en los huesos. Todos los días se sienten vacíos y renuncias a una de las mejores válvulas de escape del estrés, de la frustración y sobre todo de la indiferencia.

Quiero retomar esa costumbre que tan feliz me hace desde que tengo uso de razón. Julia Álvarez cuenta en su libro “En el nombre de Salomé” lo mucho que ayudaba emocionalmente a nuestra querida y amada poetiza patriótica, Salomé Ureña,  escribir cada vez que la inspiración hervía en sus manos y solo con la pluma calmaba esa temperatura. Ella nos dejó un legado hermoso que a través de sus poesías nos explica lo que una mujer, con diferentes talentos, pensamientos, intereses, puede ser mil cosas a la vez sin que una sea menos que la otra: mujer, luchadora, maestra, madre, ama de casa, amiga, hermana, hija y esposa. Todas esas tareas la hacían una dominicana completa, y si le sumas el oficio de escritora, es sin duda la destreza que le permitió compartirnos hoy todas esas cosas que ella era y que debemos conocer.

Juan Bosch y Gabriel García Márquez eran dos escritores implacables,  obsesionados con historias que contaran las vicisitudes culturales de sus pueblos y las retorcidas hazañas del oficio del político y los partidos. Sin ellos América Latina no habría tenido quien le escriba; el coronel era solo un mandatario de ellos.

Por eso, retomo mi oficio de enamora’ de la escritura. Hoy en día innovar es una verdadera epopeya, por lo que ambicionar a ese nivel me puede llevar a vendar mis dedos nuevamente. No seré colonizadora de nuevos pensamientos ni tendencias: solo espero poder entretenerlos con mis historias raras, comentarios tercos y en contra de la injusticia.