Con pocas excepciones, como el caso de Japón donde la esclavitud espontáneamente desapareció hacia el año 1200 y jamás ha resurgido de nuevo, el proceso abolicionista mundial ha sido un vaivén de siglos. A pesar de grandes esfuerzos en la segunda mitad del siglo XVIII, la emblemática Francia que proclamó los Derechos del Hombre y del Ciudadano volvió a permitir la esclavitud poco tiempo después de haberla abolido en 1794, cuando Napoleón la reestableció en sus colonias en 1802. Por tanto, Haití es reconocido como el primer estado moderno en abolir permanentemente la esclavitud en su territorio al haberlo hecho con el mismo pronunciamiento de su independencia de Francia por Dessalines el 1 de enero 1804. A pesar de grandes avances en el siglo XIX contra la trata negrera primero y luego contra la esclavitud, todavía hasta 1981 esta inhumana condición era legal en Mauritania que la abolió más de 30 años después que el artículo 4 de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamara la esclavitud ilegal en todo el planeta. Solo en el 2007, bajo fuerte presión internacional, Mauritania finalmente no solo declaró la esclavitud ilegal, sino también sancionada por ley con penalidades severas. Afortunadamente hoy la soberanía de un estado no es escudo para perpetuar en cualquier rincón de la tierra la deleznable e inhumana práctica de la esclavitud, situación que ha sido superada sacrificando sangre, sudor y lágrimas durante siglos. La Guerra Civil de los Estados Unidos de América es símbolo eterno de esa lucha titánica de muchos héroes en todo el mundo incluyendo al Presidente Abraham Lincoln.
Con la gradual eliminación de la esclavitud como institución políticamente aceptada especialmente en las antiguas colonias europeas, en sustitución algunos estados desarrollaron sistemas de segregación racial, étnica y/o religiosa que apócrifamente llamamos apartheid por el caso de África del Sur, pero la segregacion discriminatoria ya existía en los guetos de muchas ciudades europeas que separaban a los judíos de los cristianos desde el Medioevo. En la segunda mitad del siglo XX las luchas por eliminar la segregación en base a raza, etnia y/o religión se arrecian después de la Segunda Guerra Mundial con el liderazgo de gigantes de la talla del Reverendo Martin Luther King y Rosa Parks en Estados Unidos. A finales de la centuria la segregación racial prácticamente desaparece como sistema oficial al abolirse el apartheid en África del Sur en la década del 1990, gracias a la larga lucha liderada por Nelson Mandela con el apoyo de incontables personas e instituciones en todo el mundo. Hoy es inconcebible la instauración legal del apartheid en cualquier estado soberano sin excepción, pues su prohibición es una ley imperativa universal, y la comunidad internacional no acepta desviaciones de esta norma sin tomar medidas punitivas. Es oportuno recordar las sanciones internacionales contra África del Sur, que sin agresión militar obligaron a la minoría blanca de esa gran nación africana a entrar en razón, a pesar de que durante décadas el gobierno del Partido Nacional afrikáner proclamaba que el apartheid era un asunto de la exclusiva competencia interna de su estado soberano.
Nuestra soberanía territorial no será violada como consecuencia del desacato de una sentencia internacional vinculante o nuestra desvinculación del sistema interamericano de justicia y derechos humanos.
El genocidio es otro crimen proscrito internacionalmente. A ningún estado soberano se le ocurriría legalizar el genocidio en su ordenamiento jurídico interno en el siglo XXI. No siempre fue así, pues sorprendentemente la definición legal de genocidio solo data de la década de 1940, lográndose por primera vez fijar una versión internacionalmente aceptada en la resolución 96 (I) de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1946. Posteriormente en el Artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 se define el genocidio como:
… cualquiera de los actos mencionados a continuación, cometidos con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal:
a) Matanza de miembros del grupo;
b) Atentado grave contra la integridad física o mental de los miembros del grupo;
c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial;
d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
e) Traslado forzoso de niños del grupo a otro grupo.
Se sobreentiende que ningún ordenamiento jurídico interno de un estado soberano puede contravenir las disposiciones internacionales en el caso de este crimen contra la humanidad, y a nadie en sus cabales se le ocurriría proclamar bueno y valido el genocidio como política estatal en el siglo XXI.
La proscripción de la tortura también ha sido un proceso gradual y no precisamente lineal. Por su naturaleza difusa ha sido más difícil su eliminación. De hecho aún hoy hay quienes sostienen que en circunstancias excepcionales podría estar justificado el uso de la tortura por el Estado. A pesar de grandes avances en condenar y sancionar la tortura, la evolución de los movimientos en contra de este crimen de lesa humanidad ha sido más lenta que en el caso del genocidio, que recibió un fuerte impulso como consecuencia de los escandalosos crímenes del Holocausto. Sin embargo, desconocemos la existencia de algún ordenamiento jurídico nacional que permita la tortura en el siglo XXI. De hecho en 1987 entró en vigencia la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de las Naciones Unidas que proscribe la tortura aun en la guerra. La soberanía nacional no es justificación válida para condonar la tortura en el ordenamiento jurídico doméstico de cualquier estado soberano.
El trabajo infantil es hoy considerado una lacra en plena violación de los derechos del niño, pero no lo era en tiempos de Charles Dickens en la Inglaterra de la Revolución Industrial, y durante mucho tiempo después en otros estados soberanos. En nuestros días sigue una batalla campal para desterrar el trabajo infantil de la faz del planeta, tarea en la práctica aun inconclusa en muchas sociedades. Sin embargo, en el siglo XXI ningún estado podría dictaminar, aunque lo establezca constitucionalmente, que infantes de 10 años puedan trabajar una jornada laboral completa en su territorio, sin atenerse a la inmediata condena y fuertes sanciones de la comunidad internacional.
La pregunta es, sin sufrir el rechazo y la condena de la comunidad internacional, ¿puede el Estado discriminar a una criatura nacida en su territorio en base al estatus migratorio de sus progenitores, negándoles la nacionalidad a los niños por residir sus padres irregularmente en el país? ¿Hereda el hijo el estatus migratorio de sus padres? Como ha indicado el Dr. Carlos Salcedo recientemente, “El problema no es la restricción al jus soli, sino la restricción bajo parámetros discriminatorios como el estatus migratorio de los padres.”* Sobre todo sopesemos las implicaciones del caso cuando esa discriminación de facto afecta a un grupo étnico, racial o religioso en particular, como en el caso que nos ocupa.
De seguro no seremos invadidos por tropas para obligarnos a cumplir con los compromisos internacionales contraídos libremente como estado soberano. Tampoco lo fue África del Sur con una violación flagrante al ordenamiento jurídico internacional manteniendo el apartheid hasta 1994. Pero, ¿escaparemos a sanciones internacionales progresivas, empezando por una disminución del flujo de turistas a nuestras playas y un creciente desinterés en nuestros productos de exportación por consumidores cada vez más empeñados en el consumo consciente o ético?
Nuestra soberanía territorial no será violada como consecuencia del desacato de una sentencia internacional vinculante o nuestra desvinculación del sistema interamericano de justicia y derechos humanos. Eso no significa que nuestros prospectos de desarrollo como nación no se podrían ver seriamente afectados porque cada día más nuestros principales socios comerciales y de cooperación rechazan la discriminación en todas sus formas, así como la violación de los sagrados derechos de los niños. Sin entrar en consideraciones jurídicas o ético-morales, cuando empecemos a sufrir las consecuencias del rechazo internacional, no echemos la culpa a una arbitraria confabulación internacional ni al temido “fucú de Colon”, pues con esos lamentos no resolveremos nada.
*Ver su excelente artículo del 31 de octubre 2014: