El esfuerzo internacional de las administraciones sanitarias por lograr la denominada “inmunización de rebaño” contra la COVID-19 confronta un problema: la disposición reacia a vacunarse.
Una de las actitudes que provocan dicha reacción es el negacionismo antivacuna. No debe confundirse con el escepticismo, una actitud saludable de cuestionamiento ante la falta de evidencias científicas. Por ejemplo, es razonable dudar de los resultados de una vacuna que no ha sido el producto de un proceso riguroso de contrastación. Ante la falta de evidencias, o si se tienen datos insuficientes para poseer el conocimiento fundamentado de un fenómeno, debemos ser escépticos.
Por su parte, el negacionismo antivacuna es indiferente a las evidencias científicas. Es una actitud emocional que lleva a las personas a creer que las vacunas generan un efecto dañino en el organismo humano, obviando los resultados de los estudios científicos que muestran la eficacia de las mismas para prevenir enfermedades.
El negacionismo antivacuna no constituye un movimiento doctrinal homogéneo salvo en el hecho de agrupar a personas que consideran las vacunas como dañinas a la salud.
A veces, los partidarios del negacionismo antivacuna aluden a razones religiosas para defender su causa, pues consideran que las mismas interrumpen procesos naturales establecidos por Dios; en otros casos, el negacionismo se da la mano con una adhesión a la teoría de la conspiración de las vacunas. Según esta, los organismos de salud, las comunidades científicas, las farmacéuticas, y por supuesto, Bill Gates (ninguna teoría de la conspiración es completa si no incluye al cocreador de Microsoft), forman parte de una red conspirativa que orquesta un macabro plan para lesionar a la humanidad inoculando un líquido maligno a través de las venas.
El negacionismo antivacuna es indiferente a los datos científicos, pues entiende que los mismos constituyen parte de una estrategia de las élites para engañar a la población. Además, la actitud negacionista es reacia al diálogo racional, a un proceso de discusión lógico argumentativo.
Pero no solo se puede ser reacio a la vacunación por indiferencia a los datos, sino también, por malinterpretarlos. Este es el caso de lo que el divulgador científico Javier Sampedro denomina “puntillismo vacunal”.
(https://elpais.com/ciencia/2021-02-26/los-puntillosos-de-la-vacuna.html).
El término puntillismo proviene del arte. Se refiere a una técnica neoimpresionista liderada por el pintor francés Georges Seurat, a fines del siglo XIX, consistente en configurar una obra de arte a partir de puntos muy pequeños.
Por analogía, Sampedro toma el concepto de puntillismo para referirse a las personas “quisquillosas” con las vacunas, reacias a colocarse las que consideran de baja calidad. El puntillismo vacunal viene a ser, entonces, una actitud esnob -además de desconsiderada hacia los millones de seres humanos que no tienen acceso a ningún tipo de vacuna por vivir en condiciones de pobreza- donde la persona considera indigno o inseguro colocarse una vacuna cuya eficacia está en un 70% porque existen otras que llegan al 90%.
En esta actitud existe un problema de interpretación. El puntillista vacunal piensa que los valores de eficiencia de las vacunas son absolutos y, si una vacuna tiene un 90% de eficiencia, significa que es 20 veces más eficiente que una que tenga un 70%. Pero los valores deben interpretarse en relación con una serie de variables muy situacionales que pueden afectar en un momento determinado, o que pueden afectar a una persona y no a otra. Por ejemplo: la carga viral, el sistema inmunólogico del inyectado, entre otros factores.
Entonces, ¿Por qué vacunarse? La respuesta a esta pregunta incorpora un supuesto ético que confronta al individualismo. Se suele pensar que nos vacunamos contra la COVID-19 buscando inmunizarnos contra el virus un 100%. Realmente, nos vacunamos para reducir los riesgos de contagio, para intentar reducir al mínimo las probalidades de daño colectivo.
Mientras más integrantes de una población no estén vacunados, hay mayor probabilidad de que muchas personas de esa población se contagien y enfermen gravemente, independientemente de que yo salga ileso. Es la misma razón por la que usamos mascarillas, por un acto de solidaridad. El negacionismo y el puntillismo vacunal no son solo posturas teóricas erróneas; constituyen graves afrentas contra lo que Aristóteles denominó la amistad cívica, el vínculo que nos une a un proyecto de ciudadanía común.