A la salida del túnel de Las Américas, Este-Oeste, los dos carriles centrales dicen bien claro: “HACIA EL ELEVADO”. Pero un tropel de chóferes de vehículos públicos y cientos de conductores privados, expresión de la viveza criolla, se desplaza por los laterales norte y sur hasta agolparse en la entrada, violentando el derecho a subir de todos los que han respetado las normas.

Lo mismo en la Kennedy, la 27 de Febrero,  la Máximo Gómez, la Independencia y en la Luperón, donde hasta quitan o aplastan los conos naranja colocados para ordenar el tráfico, corren en vía contraria y se estacionan a ambos lados.

El caos ocurre a todas horas, todos los días y todo el año, a la vista de los agentes.

En cualquier otra avenida, el carril exclusivo para doblar es útil a cualquier objetivo de desorden, menos para el fin con que ha sido creado. A menudo, dos y tres hileras de vehículos se detienen en paralelo, bloqueando a quienes deben seguir derecho.

En cualquier avenida se puede verificar que las direccionales de los vehículos parece que están de adorno. El chófer dominicano acelera para impedir el paso a quienes la han puesto con la pretensión de doblar. Los semáforos importan un bledo. Verde, rojo y amarillo significan lo mismo: seguir. No bien cambia a verde, estalla un atronador sonar de bocinas para que el de adelante arranque desesperado.

La señal de “No pasajero” es para montar pasajeros; la de “No doble en U” es para doblar en U; la que manda a ir despacio y hacer silencio porque se trata de una zona escolar o de un centro de salud, es para correr mucho y repiquetear las bocinas. La de “No estacione” es para estacionarse. Cualquier esquina es una parada de carros destartalados. Cualquier espacio es lugar ideal para dejar pasajeros. Lo hacen hasta en el centro de las avenidas más transitadas y debajo de los semáforos aunque estén en verde. Los choferes de microbuses de los sindicatos usan todos los carriles, zigzaguean y desafían a todo el mundo, no usan luces direccionales ni de freno. No hay reglas para ellos. Son la ley, y la aplican con fiereza, palos, pistolas y machetes en manos.

En las carreteras estrechas, dos patanas compiten paralelas a alta velocidad; un cabezote con dos furgones articulados truena a mil por hora; un autobús atisbado de pasajeros, a alta velocidad, sigue a medio metro a un jeepeta para que se quite del medio; un camión Daihatsu con una montaña de plátanos torcida transita haciendo malabares para mantener el equilibrio y no irse a pique; una camioneta vetusta, botando pedazos de hierro, sin luces, con los neumáticos lisos, avanza lentamente por el carril izquierdo, cargada de vegetales…

Un motociclista suicida pasa acostado a todo lo largo de su “nave”, como un bólido. Un gracioso casi te explota los ojos con su panel de luces led prohibidas. Un tanquero de combustible, una patana cargada de cemento y varillas, un camión full de cervezas y otro de refresco, cierran a los demás la posibilidad de avanzar. Van paralelos…

¿Quién no ha sufrido estas escenas?

Estamos en tiempo de caos. Y la tendencia es agravarse, pese a los esfuerzos de la autoridad. Esto así porque los actores del desorden son indolentes y se gozan sus desmanes. Y se burlan de los daños que provocan a los demás. Están muy lejos de ser ciudadanos. Su conciencia es cero. 

Que nadie espere entonces reducción de la vergonzosa tasa morbimortalidad por siniestros de tránsito, la más alta de América y el Caribe, la segunda del mundo. 2,804 personas murieron en 2017, una media de 7.6 fallecidos por día, según la directora del Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre, Claudia de los Santos.

El luto acecha, y no solo a las familias de los chóferes y conductores desalmados. Todos estamos en riesgo. Todos, por tanto, deberíamos esforzarnos en cambiar este panorama tan sombrío.