Fredric Jameson afirma que “alguien dijo una vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. Esta frase dice mucho de la cosmovisión imperante en nuestras sociedades hasta hace muy pocos años y que podríamos describir, de la mano de Slavoj Žižek, afirmando que “ya nadie considera seriamente alternativas posibles al capitalismo, mientras que la imaginación popular es perseguida por las visiones del inminente ´colapso de la naturaleza´, del cese de toda la vida en la Tierra: parece más fácil imaginar el ´fin del Mundo´ que un cambio mucho más modesto en el modo de producción, como si el capitalismo liberal  fuera lo ´real´ que de algún modo sobrevivirá, incluso bajo una catástrofe ecológica global”. Aunque ese consenso acerca de la inevitabilidad del capitalismo ha sido conmocionado por obras rompedoras como El Capital en el Siglo XXI y Capital e ideología de Thomas Piketty, lo cierto es que pocos ven películas -porque prácticamente no existen- sobre la desaparición del modo de producción capitalista sino los abundantes films que narran la destrucción del mundo por catástrofes bélicas, ecológicas o cosmológicas. En la ciencia ficción, el capitalismo, aun sea uno posthumano, que explota replicantes en lugar de proletarios humanos (Blade Runner 2049), casi siempre subsiste.

Por eso, hoy hay que tomárselo con escatología y vivir “en el final de los tiempos” (Žižek), como lo ha hecho Elon Musk con su plan de colonizar Marte o Jeff Bezos, quien, a pesar de que admite que el crecimiento ilimitado es incompatible con una tierra habitable, en lugar de proponer un cambio en el sistema económico que favorezca las energías renovables, aboga por trasladar la humanidad a colonias espaciales, y convertir la Tierra en una especie de parque temático para que la elite vacacione. Otros multimillonarios, del Silicon Valley, más terrenales y pragmáticos, en lugar de hacer el mundo un lugar mejor o de escapar al espacio en un cohete, pretenden protegerse de las catástrofes encaramándose en un avión privado, huyendo a Nueva Zelanda y metiéndose en refugios subterráneos.

Pero no hay escape posible del coronavirus: cualquiera, pobre o rico, puede ser contagiado. Estamos, pues, todos juntos navegando en este gran barco cósmico que es la Tierra, aunque lo cierto es que solo algunos viajan en primera. De ahí que “la desigualdad social y económica asegurará que el virus discrimine” (Judith Butler). Por otro lado, el virus hace aún más visibles tres características de nuestro mundo previas al coronavirus: vivimos en una “sociedad del riesgo” (Anthony Giddens), del “miedo” (Zigmunt Bauman) y de un “estado de excepción” (Carl Schmitt). Este último, instaurado a nivel global tras los atentados terroristas del 11/11/01, se vuelve ahora un estado de excepción biopolítico (Michel Foucault), aunque, contrario a lo postulado recientemente por Giorgio Agamben, es recibido favorablemente por muchos que en Occidente, aunque no quieren ver reducida su libertad de expresión como en China, sí están dispuestos a ceder gustosamente su derecho a la privacidad, como en Taiwán o Corea del Sur, para combatir el “enemigo total y existencial” (Fernando Mires) del coronavirus.

¿Implica grandes cambios la pandemia? A Pablo Mella le “cuesta creer que se estén cayendo los imperios, que el neoliberalismo vaya a desparecer con la cuarentena, que la ciencia tiene la última palabra, que Gaya esté haciendo justicia o que la conciencia de la humanidad se esté purificando para siempre por obra de la reedición a escala planetaria de las plagas de Egipto”. Otros, como Naomi Klein, piensan que el coronavirus es el desastre perfecto para el “capitalismo de desastre”, como parecería sugerir la guerra de las grandes farmacéuticas por la vacuna contra el COVID-19. Byung-Chul Han opina que el capitalismo sobrevivirá y yo digo gracias a Dios, porque solo los Estados capitalistas que recaudan impuestos del sector privado son los que están en condiciones de enfrentar los costos de la pandemia. ¿Conlleva el coronavirus un cambio en el rol del Estado? Mas allá de que “todos somos keynesianos” (Nixon, Friedman y Stiglitz) en tiempos de crisis, la crisis sanitaria y económica repotenciará al Estado, como agente económico, como regulador, como Estado social, como socio de las asociaciones público-privadas y como soberano informático, pues “es soberano quien dispone de datos” (Han). Esperemos que también se fortalezca el rol del experto científico -así como su respondabilidad y transparencia- frente a unos riesgos demasiado serios para dejarlos exclusivamente en manos de políticos y mucho menos populistas que toman solo aquellas decisiones que reditúan políticamente.