Sólo soy un ser libre que aspira a vivir en libertad. Y ella me atrae por muchas razones, tantas que ni las puedo ahora nombrar, y me seduce por su tremenda fuerza de negación. La libertad es el derecho a la diferencia y su ejercicio pleno debe ser responsable. Esa libertad responsable me empuja, primero, a definirme frente al orden del mundo, y luego a tomar partido frente al orden social y político establecido.
Parece que cada cierto tiempo tengo la libertad soberana de elegir a mis propios verdugos. Esta es una de las dudosas virtudes del sistema democrático. Puedo escoger, de entre una oferta variada y aburrida, quién será mi próximo estafador o torturador. La oferta tiende a aumentar, pero la calidad no mejora. Si nos fijamos bien, elegir a los políticos que nos gobernarán durante los próximos cuatro años tiene algo de funesto: es como si eligiéramos a nuestros sepultureros. En general, los políticos, que se han constituido en una verdadera casta aparte, al margen del resto de la sociedad, son justo eso: cavadores de tumbas de las aspiraciones de la gente. Otrora descarados vendedores de promesas, ahora son sepultureros de ilusiones. Con mentiras y engaños nos roban la vida y nos incautan los sueños.
¿Cómo se atreve alguien a hablar en nombre de los demás? ¿Cómo puede un candidato representar valores como el futuro de la nación, la esperanza del pueblo o la patria justa con que todos soñamos? Desde que los grandes ideales se han degradado, todo el mundo se cree con derecho a representarlos. Las ideologías, que son mitologías degradadas, se han desplomado. No sólo las instituciones, tampoco los ideales superiores valen nada. Los políticos les han echado mano y han consumado su degradación.
Toda fe en el futuro es también fe en el progreso. Y el progreso es la forma como imaginamos el futuro. Pero el futuro es sólo una ilusión, una superstición, y el progreso un ídolo al que adoramos y rendimos culto. Los modernos, los que venimos del siglo veinte, hemos sido víctimas de la ilusión del progreso. Ningún futuro luminoso, mucho menos este presente azaroso, podría borrar el largo memorial de agravios y oprobios, de crímenes y atrocidades que guarda el pasado. Ningún presente degradado redimirá a las generaciones inmoladas durante largas épocas de opresión y terror, o enajenadas y envilecidas por nuevas eras de servidumbre.
Cuando escucho a mis contemporáneos hablar de olvidar las heridas del pasado y de vivir en presente, no puedo evitar indignarme. Disiento de ellos, disiento de su pernicioso amor fati y su culto a lo inmediato. Como si este presente fuera pleno o el pasado sólo fuese un referente insignificante a olvidar…
Nietzsche habla de la capacidad de olvido de los pueblos como rasgo de la inocencia del ser y posibilidad de un nuevo comienzo. Nuestra capacidad de olvido es otra. Los pueblos desmemoriados como el nuestro no podrán asumir su propia historia, ni formular un proyecto de nación viable para el futuro, ni tener presencia en el concierto de las naciones del mundo. Son pueblos condenados a extraviarse en la inmediatez enajenante y el culto servil a sus opresores, a menos que se reconcilien consigo mismos y con su pasado.
Por eso, lo más honesto es desconfiar de las ofertas políticas que proponen recetas de salvación y se presentan como encarnación del futuro, de la esperanza del pueblo o de la patria. Sólo se puede aspirar una vez más por necedad, por pura necedad. La aparición en escena de nuevos candidatos no garantiza la renovación o el relevo generacional. Hemos vivido atrapados entre caudillos seniles y aspirantes de mediocre perfil. Puestos a elegir, sin embargo, es preferible para la democracia escoger entre candidatos medianos, sin brillantez alguna, opacos o simples, pero de nuevo rostro. La democracia no siempre es el triunfo de la excelencia, sino a menudo el de la medianía; tampoco es elección entre buenos y malos, sino más bien entre malos y menos malos.
Mal que bien, debemos hacernos la idea de una democracia de medianías, con líderes y gobernantes de efímera vida política, que vienen y van, que entran y salen, que aparecen y desaparecen dejando apenas huella. Acaso sea lo mejor. O lo menos malo. Prefiero esa forma de democracia a la insufrible presencia por décadas de gobernantes autoritarios aferrados a su ambición de poder. Cuando se cierre definitivamente el ciclo del autoritarismo en esta nación nos veremos impelidos a estrenar y alternar cada cierto tiempo aspirantes al poder, y a sufrir pacientes su insipidez o sus dislates.
La incredulidad, la indiferencia y la apatía son el resultado del desencanto político. Es bien arduo combatir las ilusiones de nuestro tiempo, luchar contra las supercherías de esta realidad insular. Aún vivimos encadenados al fondo de la caverna, entre tinieblas, como los prisioneros de Platón. Seguimos atados a viejas formas de pensar y actuar, a un pensamiento mítico que sólo puede llevarnos a protagonizar un capítulo más del absurdo o del ridículo.
En fin, que lo mejor de todo es no adherirse en serio a nada, sino a la nada de la libertad, seguir desconfiando de todo, de todos, y permanecer libres y lúcidos frente a la farsa del mundo y su contagio.
Toda elección es a la vez artificio y simulacro. Votar es un acto superfluo y completamente inútil. Voto porque es absurdo.