Este miércoles, 12 de junio, se conmemoró el Día Mundial Contra el Trabajo Infantil. A propósito, es preciso recordar las alarmantes cifras que presentan los organismos internacionales sobre quienes representan el futuro, nuestro futuro, los niños.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), aproximadamente 215 millones de niños en el mundo trabajan o son víctimas del trabajo infantil, en su mayoría a tiempo completo, y, aunque hay más niños que niñas trabajando, según la UNICEF el 90% de los trabajos domésticos los realizan las niñas, es decir, el trabajo que no vemos en las calles (el invisible a nuestros ojos).
Los niños son cruelmente explotados en diferentes áreas, incluyendo la esclavitud sexual; a esta nefasta situación se le suma que muchos de estos niños que trabajan no van a las escuelas. Hace apenas unos días, en uno de sus boletines la UNESCO advirtió que alrededor de 57.2 millones de niños, que a mi entender seguro son más, no tienen acceso a la educación primaria, con el agravante de que las estadísticas indican que casi la mitad de estos nunca ingresan a las aulas.
En lo que respecta a la República Dominicana, nuestro Código Laboral prohíbe en el artículo 245 el trabajo infantil a menores de 14 años, y en el artículo 247 prohíbe exceder las seis horas de trabajo diario a los menores de 16 años. La Carta Magna en su artículo 56, numeral 1, establece el alto interés nacional de erradicar el trabajo o el maltrato infantil.
Asimismo, el Código del Menor contempla una serie de principios que velan por la protección efectiva y disfrute pleno de los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes, entre los que cabe destacar el sexto principio que establece la prioridad absoluta que el Estado y la sociedad deben tener para con la niñez, es decir, que la responsabilidad de velar por el interés superior de quienes son el futuro de nuestros país, no solo recae sobre un ente, sino que corresponde a todos.
Ahora bien, cuando veo a los menores de edad recorriendo las calles de mi patria y del mundo (en especial de América Latina), ya sea limpiando zapatos, pidiendo limosnas, limpiando vidrios en los semáforos o cuando observamos cómo son utilizados como mulas para transportar estupefacientes o usados como marionetas para delinquir por personas sin escrúpulos que se lucran de ellos, reflexiono y me pregunto si realmente las disposiciones contenidas en nuestro ordenamiento jurídico o en la comunidad internacional son suficientes para acabar con este flagelo que nos azota. Definitivamente hace falta llevar lo plasmado a la acción, nunca es suficiente, no debemos conformarnos mientras un menor de edad deambule por las calles…
¿Quieren estos niños atravesar por tales circunstancias? Claro que no, pero ahí viene otra pregunta ¿tienen otra opción mientras no se les brinde el apoyo necesario? la pobreza, la exclusión y la falta de oportunidades por la que pasan las familias de estos niños juegan un rol determinante; mientras seamos indiferentes a este vil contexto que nos rodea, estaremos lejos de garantizar nuestra subsistencia y desarrollo como humanidad.
Así como las flores necesitan del sol y del agua para crecer, los niños necesitan nuestro amor, mas, no en palabras, sino en acciones. La ilustre cantautora Mercedes Sosa en su célebre canción “un niño de la calle” plasma lo siguiente: “es honra de los hombres proteger lo que crece, cuidar que no haya infancia dispersa por las calles…”; ni el Estado ni los organismos internacionales pueden solos, es tarea de todos crear las condiciones idóneas para que lo que sembremos en los niños lo cosechemos en el futuro, en una sociedad mejor.