La discusión promovida el día de hoy es previsible por el título. Enfrentamos el problema real de que, independientemente de la lectura de la ley y su reglamento, los “terceros embargados” permanecen alérgicos a liberar fondos si no es con una sentencia que directamente así les ordene.

Esto se ha estado verificando especialmente con las instituciones de intermediación financieras que, ante la notificación de la sentencia que declara la apertura del proceso de reestructuración, y el posterior requerimiento de que se aplique la suspensión legal y liberación de los fondos dispuesta en la mencionada ley, rechazan dicho requerimiento, obligándose a una solución judicial de dicha situación.

La Ley 141-15 fue creada con un objetivo claro, proteger a los acreedores manteniendo la continuidad operativa de los deudores, bajo un ámbito de cooperación regulada.

La idea central del legislador tiene mucha lógica, ya que pretende crear barreras para evitar que la avalancha de acreencias destruya la operatividad real de una empresa que, aunque técnicamente en default, todavía tiene las herramientas prácticas para promover su desarrollo, organizadamente pagar a sus acreedores y, eventualmente, mantener su negocio vivo.

La ley viene acompañada de principios rectores que, de una forma u otra, son plasmados por el legislador para que impregnen toda la norma y su ejecutoriedad. De estos, lo más importantes -para el tema en cuestión- son los de eficiencia y celeridad.

Con estos se busca un máximo rendimiento, evadiendo los retrasos consecuencia de la burocracia y formalismos innecesarios que, de una forma u otra, podrían crear doble validación para las mismas diligencias sin evaluar adecuadamente cada parte. Es decir, si la norma ya prescribe la solución, tener que acudir a un tribunal buscando validación de esa solución legal es innecesario.

Según el artículo 53 y siguientes de la referida ley, opera una suspensión de pleno derecho luego de ser aceptada la solicitud de reestructuración. Esta suspensión, dice el artículo 54, suspende “todas las acciones judiciales, administrativas o arbitrales de contenido patrimonial ejercidas contra el deudor”, “cualquier vía de ejecución, desalojo o embargo de parte de los acreedores sobre los bienes muebles e inmuebles del deudor”, “los pagos por parte del deudor de toda acreencia contraída con anterioridad a la fecha de la solicitud”.

El párrafo de este artículo repunta todavía más la tesis central del presente escrito, cuando indica que “las suspensiones producidas en virtud de esta ley obligan al tercero embargado a dar cumplimiento a tal suspensión y responderá ante el incumplimiento de esta obligación”.

Está claro, entonces, que es el legislador que nos dice, en otras palabras, que luego de admitida la solicitud de reestructuración, todo tercero embargado debe acatar la suspensión que por norma se impone, de manera automática, y el que no lo hiciese estaría comprometiendo su responsabilidad por irrespetar el derecho positivo que le vincula.

Es por esto por lo que acudir a la solución prescrita en el artículo 23, párrafo I, donde se atribuye competencia al Tribunal de reestructuración para cualquier situación, como la descrita, trasladándose las atribuciones directamente conferidas a la presidencia de la cámara, para lograr crear un mecanismo mucho más diligente para la resolución de los temas expuestos ante el juzgador, aunque interesante desde el punto de vista jurídico, es una traba más a lo que debe ser el funcionamiento adecuado de una norma tan vanguardista como lo es la Ley 141-15.

Entendemos que existan casos específicos con variables no contempladas por el legislador que, por razones particulares, sí deban ser estudiados de manera directa por un juzgador, pero para la gran mayoría de situaciones parecidas, debería bastar la notificación a la institución de la decisión que contiene el inicio del proceso de reestructuración.