Ahora que en la República Dominicana se está debatiendo una vez más el tema del aborto en el congreso, algunos argumentan que los cristianos no tienen nada que aportar al debate, ya que sus argumentos parten de una premisa religiosa. Estos arguyen que no todo lo que el cristianismo considera como pecado constituye un delito que deba ser penado por la ley. He aquí una breve respuesta a esta presuposición.
Estamos completamente de acuerdo en que no todo pecado debe ser considerado como un delito. La codicia, por ejemplo, es un pecado según la Biblia, pero de ninguna manera puede ser penado por la ley. Sin embargo, si bien no todo pecado debe ser tratado como un delito, toda acción delictiva penada por la ley envuelve algún tipo de conducta pecaminosa que daña a otros.
Por ejemplo, el cristianismo califica el robo como pecado, pero también el Estado lo considera un delito. Otro ejemplo de la relación que guardan ambos conceptos es el de los crímenes que se cometen contra la integridad física de un ser humano. La Biblia condena el enojo pecaminoso como una violación del sexto mandamiento del Decálogo, “no matarás”. El enojo pecaminoso no puede ser castigado por la ley, pero si no es refrenado puede devenir en el tipo de acción delictiva que sí es considerada como delito cuando la persona enojada infringe algún tipo de daño contra la persona odiada. Y es interesante notar que el derecho penal hace diferencia entre el crimen pasional y el premeditado; es decir, que aún la justicia humana trata de discernir las motivaciones del corazón humano para aplicar el castigo correspondiente a un crimen.
De manera que, si bien es cierto que no todo pecado debe ser considerado como un delito, todo delito envuelve algún tipo de pecado. Es una falacia pensar que se puede legislar sin tomar en cuenta las razones morales detrás de los actos humanos. Y tan pronto entramos en el terreno de los juicios morales, todos nosotros, al opinar, estamos descansando en consideraciones filosóficas o religiosas. En otras palabras, es imposible que pretendamos lidiar con tales asuntos desde una postura netamente secular.
Uno de los más connotados defensores de un estado secular en EUA es el profesor de filosofía de la Universidad de Nebraska, Robert Audi, quien propone tres principios para lo que él llama “virtud cívica en una democracia liberal”. El primer principio es el que sustenta que nadie tiene la obligación de apoyar ninguna ley o política pública que restrinja la conducta humana, a menos que tales leyes o políticas puedan ser defendidas con argumentos seculares adecuados, y no por consideraciones teológicas o religiosas. El segundo principio es que los que aboguen por la promulgación de tales leyes o políticas públicas deben poseer motivaciones netamente seculares; según Audi, a la hora de establecer las leyes y políticas públicas, los legisladores no deben tomar en consideración lo que creen acerca de Dios y tomar sus decisiones como si no creyeran en Su existencia. Y finalmente, que las iglesias deben abstenerse de apoyar candidatos, ni presionar por la promulgación de leyes o políticas públicas que restrinjan la conducta humana.
Estos principios del profesor Audi descansan sobre una base engañosa. Por un lado, es imposible que exista un estado puramente secular. El estado tiene que lidiar con algunas preguntas fundamentales concernientes a la vida y la muerte, nuestra identidad como seres humanos o la razón de ser de nuestra existencia. Y como bien ha dicho el Dr. Albert Mohler, “desde el momento en que el estado comienza a lidiar con estas preguntas fundamentales, cesa de ser secular”.
Por otro lado, tampoco es posible argumentar a favor o en contra de una ley descansando únicamente en razones seculares; los legisladores tienen que lidiar con cuestiones como la moral o los valores humanos, acerca de los cuales no podemos argumentar únicamente desde una postura secular. Tomemos el tema del aborto como ejemplo. La postura que asumamos al respecto dependerá de lo que creamos acerca del origen de la vida humana, su significado y sus derechos inherentes. Aquellos que pretenden defender su posición desde una postura no religiosa, en realidad están trayendo a la palestra argumentos tan religiosos como el que más. Todos descansamos en ciertas premisas que tenemos que aceptar por fe (en este caso particular, los que defienden el aborto lo hacen porque creen, entre otras cosas, que el feto no es en realidad una persona humana, sino un “producto” del cual la madre puede disponer si lo desea).
En cuanto al segundo principio aducido por Audi, de que los que aboguen por la promulgación de leyes o políticas públicas deben poseer motivaciones netamente seculares, éste no toma en cuenta la complejidad de las motivaciones humanas. Nadie puede abstraerse de ese modo de sus creencias centrales. Tanto el ateo como el creyente son profundamente influenciados por las premisas que traen consigo al debate; nadie argumenta sobre estas cosas desde una postura neutral. En asuntos como la existencia o no existencia de Dios, la objetividad o subjetividad de la moral, o la existencia o no existencia de verdades absolutas, la neutralidad es sencillamente imposible. Todos partimos de premisas que aceptamos por fe.
Finalmente, en cuanto a que los miembros de las iglesias deben abstenerse de presionar por la promulgación de leyes o políticas públicas que restrinjan la conducta humana, se está sustrayendo de la opinión pública a un sector importante de la sociedad que, como cualquier otro, tiene derecho a opinar y presentar argumentos a favor de las posturas morales que, según su juicio, son las que más convienen al conglomerado.
En un momento en que nuestro país se encuentra debatiendo asuntos tan importantes como la protección de la vida humana desde el momento de la concepción, debemos apoyar los mejores intereses de nuestra nación. Lo que se está debatiendo aquí no es el predominio de una religión sobre la conciencia de la ciudadanía, sino la base fundamental de todo estado democrático de derecho: el valor absoluto de la vida humana como el bien jurídico supremo.
Acallar la voz de los cristianos en este debate no es otra cosa que la imposición de una dictadura ideológica que es absolutamente intolerante contra todo aquel que se atreva a disentir de sus presuposiciones.