Nos hemos acostumbrado al relato del gran hermano. El del individuo que, con su poder omnímodo, encarna las causas de todos los problemas que padecemos como sociedad. Ese discurso simplista que nos exime de nuestras faltas. Ese onanismo que nos lleva a creer que decapitar un proyecto político supondrá el cambio. No nos damos cuenta de que su liderazgo es la expresión de una correlación de fuerzas. Al desaparecer un Balaguer, apareció un Fernández. Siempre aparecerá quien articule las fuerzas conservadoras.
Fernández pasó de ser oportunidad a ser decepción. Prefirió acumular poder a transformar. No por ello nos podemos dar el lujo de un análisis que garantiza el status quo. Debemos ver que su estrategia ha sido políticamente rentable, pero también por qué lo ha sido. El sistema que permite concentrar poder y recursos se sostiene únicamente en la exclusión política de la ciudadanía.
El intento de un proyecto aséptico fracasó. Bosch lo llamó PLD. Falla el análisis si pretendemos que el rentismo desde el Estado se inventó ayer. Recordemos cómo se construyeron las fortunas más tradicionales del país. El Estado ha sido el instrumento de acumulación por excelencia, y la oportuna repartición de sus tajadas el instrumento para mantenerse en él. Hoy nos rasgamos las vestiduras, pero es la lógica de siempre. Ayer se forjaron las fortunas de hoy, y hoy las de mañana. No es más que patrimonialismo con internet.
Quienes queremos ver transformada esta sociedad nos hemos escudado en el discurso ético, que sirve para inflar el pecho, pero no produce resultados. Las victorias ciudadanas son posibles gracias a su poder de negociación e incidencia (el de la ciudadanía). El Estado de bienestar europeo no hubiera sido posible sin los sindicatos, que servían de base política para la socialdemocracia. La democracia se fundamenta en someter el poder político al poder ciudadano. Poder que no conocemos ni ejercemos lo suficiente. Y es que sólo ese poder puede servir de sostén a un proyecto político en favor de las mayorías. La transformación depende de nuestra capacidad de articulación y de actuar estratégicamente en función de objetivos. Desarticulados (muchas veces por conveniencia egoísta o ceguera) somos presa fácil del clientelismo.
Debemos salir del soliloquio de clase e integrar a los grandes perdedores del sistema. La caída de la participación política no ha tocado a todos los sectores por igual. Los grupos económicos inciden tanto como siempre. No es así para los más desafortunados o los menos educados. Las mujeres, más preparadas que los hombres, participan menos. Los políticos responden a quienes presionan. Su objetivo es llegar al poder y preservarlo. El trabajo consiste en fortalecer la ciudadanía, en hacer que el cambio sea políticamente rentable.
Entendamos que cambiar una cara no nos transformará. Ese liderazgo, en su éxito, ha caducado. No corresponde al siglo XXI. Pero la cuestión profunda que queda planteada es la de las fuerzas que juegan en el terreno político. Es la de la economía de lo político. Habría que reformular a Clinton y decir: Es la economía política, estúpido.