La República Dominicana atraviesa por una crisis institucional sin precedentes, pues, el órgano encargado de organizar y dirigir las asambleas electorales para la celebración de elecciones, así como para regir en torno a los mecanismos de participación popular establecidos por la Constitución y la Ley, incurrió en errores groseros durante su desarrollo. Ello produjo la suspensión de las elecciones municipales por primera vez en nuestra historia democrática.

La suspensión de las elecciones no está prevista en nuestro sistema jurídico. Quizá debió estarlo. Pienso que lo más inteligente habría sido crear mecanismos para que el Estado pueda acudir al Tribunal Superior Electoral en una actuación especialísima y para casos cuidadosamente delimitados y pedir la anulación de las elecciones en una sesión de urgencia que tardase minutos. Los casos de fuerza mayor (al que asimilaríamos el error grosero de la JCE, el sabotaje, si este se comprueba, o la concurrencia de ambos) justifican la existencia de una salida institucional, lógica, coherente con el resto del ordenamiento. La realidad es que esa salida no existe en una disposición normativa expresa y estamos obligados a diseñar, a partir de ahí, nuevas soluciones.

A una crisis institucional como esta pueden buscarse salidas jurídicas y políticas. Lo ideal es que se tratase de un acuerdo político de amplio consenso social y con fundamento constitucional y legal incuestionable. Por eso, sorprende tanto que un órgano tan cuestionado como la JCE pretenda “simplificar” la cuestión con una convocatoria a nuevas elecciones el próximo 15 de marzo. Tal convocatoria enfrenta problemas de difícil evasión. Enunciaré tres de ellos: ( a ) desde la perspectiva del Derecho, dicha solución resulta contraria a las disposiciones claras de la Constitución y la Ley; ( b ) desde la perspectiva de la moral, la decisión fue tomada sin el consenso debido de los actores del sistema, lo que suma a su escasa legalidad, cuestionantes sobre su legitimidad, que es la vía que la democracia adopta para determinar la validez moral de una decisión; ( c ) desde la perspectiva política, la salida pretendida deja en términos muy desiguales a la oposición política (en perspectiva colectiva, no de partidos individuales) frente al oficialismo, ante la incapacidad de competir, económicamente, en la labor estructural que se ha hecho –tristemente- necesaria en los procesos electorales.

En torno a la primera cuestión, una lectura conjunta del artículo 209 y siguientes de la Constitución de la República, 18 y 92 de la Ley 15-19 (Régimen Electoral) y 18 y 19 de la Ley 29-11 (Orgánica del TSE), evidencia que la JCE no tiene capacidad de anulación. Esta es una labor estrictamente concedida a órganos contenciosos, y esa atribución le fue quitada por la Constitución de 2010 a la JCE. Por tanto, estando suspendido el proceso electoral del pasado día 16 de febrero, debe darse un consenso político para que por Ley, conforme lo dispone el ya citado artículo 209 de la Constitución, se pueda llamar a elecciones extraordinarias.

Entender que la JCE puede anular las elecciones no es el resultado de ninguna disposición normativa expresa, ni en la Constitución ni en la Ley.  Podría ser un argumento ante la interpretación sistémica de todo el ordenamiento, pero luce mucho más débil y frágil que la opción de Ley (ordinaria, por demás) que plantea el artículo 209 de la Carta Magna. Y si las elecciones no fueron formalmente anuladas, la JCE no puede convocar a elecciones extraordinarias. En cambio, si podría hacerlo el Congreso Nacional mediante Ley y dentro de 70 días se procedería a nuevas elecciones. Esta opción es, en buen Derecho, la más potable.

Respecto al segundo tema, esto es, la cuestión moral, nuevamente la JCE dio pasos sin tomar en cuenta que lo que valida moralmente al ordenamiento jurídico no es simplemente la estructura normativa que crea regla positiva, sino que el fundamento moral necesario descansa en la fortaleza del debate público, como enseñó Carlos Nino a la generación de mis padres.

La democracia es el único sistema de gobierno que garantiza el debate crítico de concepciones y medidas políticas, favoreciendo la percepción de sus posibles errores y de intereses que puedan subyacer en ellas. Es también la única forma política que reconoce la autonomía y dignidad moral de los ciudadanos al atribuirles en conjunto la responsabilidad por la construcción del marco social en el que se desarrollarán sus propios planes de vida.

En la medida en que incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las autoridades como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime por su análogo más cercano que es el consenso mayoritario), la democracia es un método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una presunción de calidez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros sistemas de decisión. Ello vuelve relevante la necesidad de justificar moralmente el orden jurídico, pues, se accede a los principios éticos presuntamente válidos a través del mismo proceso colectivo, público y abierto de deliberación, discusión y consenso que da origen a las normas jurídicas en un sistema democrático.

Por lo tanto, la posición asumida por la JCE de manera inconsulta es moralmente cuestionable y por lo tanto, democráticamente débil.

Respecto a la tercera cuestión, esto es la perspectiva política, la suspensión de la JCE hace pagar caro a todo el espectro de la oposición, al enviarlos a las urnas un mes después de una gran inversión económica en la logística para la movilización de una población que no alcanza todavía el grado de madurez política para entender la dimensión del valor de su voto. Y dos meses antes de un encuentro tan demoledor, en las elecciones presidenciales. ¿Puede competirse en buena lid en un escenario tal, frente al poder usualmente exhibido por el oficialismo?

Hoy, a cuatro días de la suspensión de las elecciones, aún no sabemos qué o quién ocasionó el desastre del pasado domingo. Todavía no escuchamos las consecuencias que afrontarán los responsables del proceso por el referido fiasco, al margen de lo que pueda ocurrir con eventuales acusados de sabotaje o fraude. Pero ya tenemos una aparente solución que, sin embargo, no parece superar las perspectivas evaluadas aquí. ¿Conviene entonces esta respuesta?

Quizás hoy a muchos importa poco el Derecho, incluso menos la moral y en razón de su desprestigio, aún menos la política. Sería bueno replantearnos nuestra visión sobre estas perspectivas –como a su modo lo ha hecho un valiente grupo de jóvenes en todo el país– y procurar una participación más efectiva de la ciudadanía en los acontecimientos actuales.