Por doquier surge la desazón y el desencanto. Nuestros “Líderes” ya no tienen vergüenza de nada. La dominicanidad es un Yo puteado, y el país existe a pesar de sus malos gobernantes. ¿No son esas agudas lamentaciones  de los intelectuales del siglo XIX las que han ayudado a reconocernos a nosotros mismos? ¿No es un Sésamo sombrío el maldito vestigio del pesimismo  que se abre siempre a la fatalidad de los dominicanos? ¿Un modelo contemporáneo de ese Yo puteado? ¿El Quirinazo? ¿Leonel Fernández? ¿El gallito tronante desde el tribunal, símbolo de la corrupción? ¿Los policías del DICAN?  ¿La corrupción legitimada, como fuente de la movilidad social? ¿La juventud sin alicientes, sin esperanzas, descorazonada, según las encuestas? ¿El desmoronamiento casi absoluto de todos los valores que norman la convivencia? ¿La plena indefensión frente a la delincuencia? ¿La prostitución de las virtudes elementales como moneda de cambio para la ascensión social? ¿Un Congreso de la república que no es más que un bazar de feria, que no puede estar más desacreditado, que no puede acumular mayor suma de ineptitud y descaro, y en el  cual solo flamea la voracidad del individualismo? ¿Una comunidad con índices sostenidos de crecimiento económico por más de cincuenta años, sin desarrollo, sin movilidad social, estancada en  uno de los más altos porcentajes de inequidad en el mundo? ¿Un Estado-piñata a merced de los depredadores del erario, que lo saquean amparándose en siglas de ventorrillos políticos? ¿La difusión del odio como ideología?

¿Vivimos en una sociedad enferma?

Y no hablo de la idea de concebir el cuerpo social como un organismo humano, al estilo del costado spenceriano del positivismo sociológico; sino del hecho contundente de observar una sociedad postrada por el peso inconmensurable de sus lacras. Una sociedad que ya ni siquiera reacciona, porque la han anestesiado con la recurrencia de tantos acontecimientos abominables,  que ha aprendido a ver como natural lo insólito e irremediable de nuestra convivencia social. Aquí un hecho sucede a otro, y luego le sobreviene el olvido. En eso confían siempre nuestros “líderes”.  Pero es sacando a flote la cosa oculta de toda esa podredumbre que la dominicanidad podrá entender el sentido previo que la marca en esa desazón de ver siempre los mismos factores en la historia. Una cosa es lo que nos dicen en la tribuna, y otra cosa es lo que esta sociedad está cosechando de la forma como nuestros “líderes” han fracasado en organizarla, y de los valores con los que, en rigor, actúan. Las sociedades son sistemas de convivencia en el cual todos relacionan. No hay una sola manifestación en el orden social que sea un hecho aislado. Si ahora cunde la delincuencia, si vivimos cercados, intimidados por la indetenible espiral de los hechos dolosos; es porque nuestros modelos exitosos han practicado desde el poder la corrupción como algo natural y legítimo.  Aún contra su voluntad, los dirigentes políticos encarnan paradigmas, y su proceder en la sociedad es un referente. Si los paradigmas sociales execrables  son exitosos, los antivalores son una carta de triunfo.

Sí, la sociedad dominicana está enferma. Los caracteres constantes de todo cuanto ocurre a nuestro alrededor apuntan hacia el desfallecimiento progresivo de la sana sociabilidad. La imagen nada desproporcionada de la realidad sobreindica el caos, la aceptación, el miedo al futuro o la resignación. Un Partido-Estado planeando sobre el destino de todos, y justificando el secuestro de la institucionalidad puesta a sus pies. Una construcción social que hace de la práctica política el objetivo primario de la acumulación de capital. La densa malla de los lazos sociales que envuelven la vida de una nación convertida en expresión de la voluntad de un partido. La permisibilidad de la corrupción como cemento invisible para erigir las lealtades. Admitámoslo, nuestro país está enfermo.