En 1978, Henri Meschonnic entregó a sus estudiantes un papel de trabajo titulado “El marxismo excluido del lenguaje” para discutirlo en su Seminario de Poética. Luego incluyó el referido texto en su libro Langage, historire une même théorie. Lagrasse: Verdier, 2012, pero con ligeras correcciones y con el título de “Ni Marx ni le marxisme n’ont de thérorie du langage”, pp. 305-407.

A mi regreso al país, lo publiqué en dos partes en la revista Cuadernos de Poética 7 (1985) y 8 (1986). El blanco de público de ese ensayo era, aparte de los estudiantes de letras de la UASD, el mundo letrado de las ciencias sociales y políticas de aquella época, muy apegada todavía al marxismo, aunque faltaban algunos años para la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética y los países socialistas del Este. Más que una provocación, publiqué ese y otros ensayos de Meschonnic con el ánimo de “aggiornare” nuestro mundo intelectual con las ideas que eran objeto de debate en Europa en aquellos años. Ese es un propósito de higiene metodológica para quienes esgrimen la excusa positivista del atraso/progreso que cae casi siempre en el cliché de que no somos suizos.

Henri Meschonnic

Cuando se discutió aquel documento de trabajo, me quedó, durante algunos años, la preocupación de lo dicho por Meschonnic, contrario a lo que planteó Max Weber en su libro de 1904-05 La ética protestante y el espíritu del capitalismo y las opiniones rotundas de algunos discursos de la oralidad sociológica que repetían la tesis weberiana como verdad inconcusa.

La refutación del ensayo de Meschonnic a la tesis de Weber se contrae a dos párrafos que cito a continuación: «Max Weber presupone, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, la existencia de la relación de la que no estudia más que las modalidades. El ‘encadenamiento de circunstancias’ acaba en ‘encadenamiento causal’. Su pregunta comienza así: ‘¿de qué manera algunas creencias religiosas determinan la aparición de una mentalidad de economía’, dicho de otro modo, el ethos de una forma de economía?». Una primera inteligibilidad parece sicológica, Las minorías serían atraídas por la actividad económica ‘por el hecho mismo de su exclusión, voluntaria o involuntaria, de las posiciones políticas influyentes. Sus miembros más dotados buscan satisfacer así una ambición que no encuentra forma de emplearse al servicio del Estado.» (Art. citado, p. 9). 

Mucha atención a la expresión “parece sicológica”. Implica que a la teoría weberiana le falta la evidencia o demostración fáctica y a seguidas el gran sociólogo alemán alude al ejemplo de los judíos en Europa desde “hace dos mil años”, o sea, desde que fueron llevados como esclavos a Roma luego de la destrucción del templo de Jerusalén y la conquista por Tito de toda la Judeay a partir de ese acontecimiento los judíos terminaron desparramados por toda la geografía europea, norafricana y asiática hasta recalar en América con el descubrimiento mismo de Cristóbal Colón..

Meschonnic sitúa los efectos ideológicos y políticos del discurso de Weber y añade lo siguiente al ampliar su pensamiento: «Pero el soporte de ese sicologismo es filológico. Está construido con la palabra alemana Beruf, trabajo-vocación, ‘tarea de la existencia’, aproximado al inglés calling con su ‘connotación religiosa –la de una tarea impuesta por Dios–.» (Ibíd., p. 9). O sea, que el surgimiento del capitalismo vendría a ser una tarea divina. He ahí el colmo de lo teológico-político, anacronismo que quedó sepultado con Heródoto y Tucídides, quienes excluyeron la intervención divina en los asuntos humanos.

Este sicologismo de las creencias religiosas como determinantes de la forma de economía se redobla con un problema filológico, al cual le falta una teoría del lenguaje y la literatura. Meschonnic concluye con la pregunta siguiente: «el ‘espíritu del capitalismo’ depende de la historia de la traducción de una palabra?» (Art. citado, p. 10).

Juan Calvino

Una derivación de dicho sicologismo radica en identificar a los judíos con el dinero y la codicia (Carlos Krause, El ideal de la humanidad para la vida. Madrid: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003, fragmento 128 [1811, 1871]) y a partir de los escritos de Marx y Engels sobre la cuestión judía se redobla el mismo estereotipo que ha marcado a esa etnia, la cual, desde la Edad Media, ha salido, como dice Meschonnic, perdedora en todos los conflictos guerreristas mundiales. En ese mismo ensayo, Meschonnic estudia el instrumentalismo social a escala mundial que afecta a los judíos desde el momento mismo en que se les identificó con el dinero y no se les estudia como un problema de la acumulación originaria. Y el cristianismo vino a agravar la situación de los judíos al culparles sin ninguna razón de la muerte de Cristo, pues estos no reconocían a Jesús como el hijo de Dios, sino como un profeta más. Y la prueba radica en que para los judíos el único libro sagrado que cuenta es el Viejo Testamento. La esperanza en que algún día vendrá a la Tierra el verdadero hijo de Dios, les mantiene la fe en la vida. En esto no les falta razón, puesto que los investigadores e historiadores de las religiones saben cómo y en cuál siglo fueron escritos los cuatro evangelios que forman parte del canon cristiano, es decir, el Nuevo Testamento.

En la edición de las Obras de Juan Calvino en la Biblioteca de la Pléiade de Gallimard (París, 2009), Francis Higman y Bernard Roussel liquidan, en la introducción, los restos del sicologismo de la tesis weberiana: «Se debe igualmente mencionar, en nombre de los estereotipos, la tesis según la cual calvinismo y capitalismo mantendrían una relación directa (…) Calvino dio a la ‘vocación’ una dimensión nueva: el término pierde su connotación estrictamente eclesiástica y se puede responder de ahora en adelante a una ‘vocación’ en cualquier dominio honesto. El trabajo de un comerciante, de un artesano, es tan noble como el de un pastor o de un monje y no por eso posee menos valor espiritual. Por otro lado, la ascesis asociada al calvinismo prohíbe que el dinero, más allá de lo estrictamente necesario, se gaste en residencias suntuosas, joyas, vestidos. Se colige que el calvinista consecuente acumulará riquezas que invertirá en su empresa, contribuyendo así al aumento de su capital, testimonio de lo cual es el impulso de las grandes potencias económicas desde el siglo XVII. Holanda, Inglaterra, Escocia y los territorios de las colonias de América del Norte.» (P. XXXV).

Como colofón a la elucidación del cliché weberiano, Higman y Roussel afirman: «La idea de la influencia de una ‘ética del trabajo [calvinista]’ en el desarrollo del capitalismo moderno es seductora. Pero la argumentación que acabamos de resumir ha sido sistemáticamente desmontaba durante un siglo de debates aparecidos desde la publicación de la tesis de Weber. Así, el capitalismo existía ya antes de la Reforma, principalmente con los banqueros italianos y alemanes. La noción de ‘vocación’ que acoge Weber debe más a Lutero que a Calvino, para quien la vocación es un ‘freno’ y una barrera para impedir a los hombres que se extralimiten en su impulso hacia la sobrevalorización de sí mismos. Weber se refiere sobre todo a los puritanos americanos del siglo XVII y, más allá, a aquellos que buscaban principalmente establecer una relación entre su éxito comercial y su elección [religiosa], que aspiraban a verificar en su existencia el silogismo práctico que Calvino nunca enseñó. Ningún argumento permite establecer una filiación directa entre calvinismo y capitalismo. Ella es sin embargo frecuente en la historiografía: ¡es una forma de homenaje!» (P. XXXVI).

Max Weber

El punto final al debate lo cierran Higman y Roussel con estas palabras: «La idea de una relación directa entre la doctrina de Calvino y el capitalismo moderno es difícil de defender. Pero es interesante observar que Calvino es el único gran reformador a cuyo propósito se evoca semejante problema. O sea, simplemente, hasta qué punto el reformador de Ginebra tuvo una influencia (aunque fuera indirecta) no solamente sobre la evolución religiosa de su época, sino también sobre la vida económica y social del mundo moderno.» (Ibíd., p. XXXVI).

Antes de la Revolución francesa a las personas como los judíos, que ejercían oficios manuales o viles, al no pertenecer a la nobleza y la aristocracia, les estaba vedado el gobierno de las naciones. Pero tan pronto como fueron creados los Estados nacionales europeos a finales del siglo XIX, la nobleza y la aristocracia fueron descartadas del ejercicio de los gobiernos con la implantación de los regímenes parlamentarios elegidos por el voto directo y entonces los judíos accedieron a los cargos más importantes de los gobiernos (economía, finanzas, banca, industria y cultura). Los Estados Unidos serían un segundo ejemplo de esta situación. Donde se establecieron monarquías parlamentarias, la realeza reina, pero no gobierna, en virtud de una conciliación de clases debida a una relación conflictiva de poder que les permitió a los “sangre azul” sobrevivir al capitalismo que, según Marx, donde se implanta, barre con todas las relaciones de producción antes existentes. Salvo en Francia, Alemania, Austria, Italia y Portugal y los países socialistas del Este, donde la realiza no supo conciliar con el emergente poder republicano burgués, el resto de las monarquías sobrevivieron, aunque como monarquías parlamentarias.

La acumulación originaria de la burguesía jugó un papel estelar en la formación, industrialización y creación del Estado nacional tal como existe hoy en Europa. Francia fue la primera en integrar como ciudadanos a los judíos en su proyecto económico, cultural e ideológico de nación. Quizá los Estados Unidos sean el segundo ejemplo.