Sí. Aquí y ahora, es apremiante una reforma fiscal; pero, nueva vez, ha sido postergada. Cálculos y lógicas de corte no económico predominaron en una decisión que a nadie disgustó. La verdad, tampoco nadie celebró. Eso sí: alivió el espíritu de casi todo mundo, el Gobierno incluido. En honor a la verdad, y por ella murió Cristo, fue un anuncio pasado con más penas que glorias.
Es de Inmanuel Kant, el filósofo idealista prusiano, s. XVIII, aquello de la Crítica de la Razón Pura; y, también, escrita luego a modo de contrapunto, lo de la Crítica de la Razón Práctica.
Hablando del tema, la reforma, seguramente que en lógica de economía pública (la razón pura) medio mundo o un poco más concuerda en la necesidad de una reforma fiscal real, que se haga ya. Consensos sobre esto se han forjado de más, desde hace tiempo.
Sin embargo, he aquí un punto que hace la diferencia entre lo técnico y lo político. El político escucha y edifica su entendimiento de la cosa basado en la razón pura: la técnica. Pero, al mismo tiempo, está compelido a tomar las decisiones en base a la razón práctica, haciendo discernimiento de viabilidad que, a su vez, la argumentan variables de los ámbitos social y político.
Por tanto, viene a ser que la razón política es inminentemente práctica; y la razón práctica, eminentemente política. A la razón práctica obedecen o han de obedecer, en mayor medida, las decisiones de un gobernante.
Un par de décadas oficiando mayormente como técnico; y, por consiguiente, formado y dado cual pato al agua a la razón pura, me llevaron a aprehender el realismo al que habitualmente se asocian las altas decisiones de gobierno. Cuando un gobernante toma la decisión, ya. ´Que no se diga más; ¡Amén!´. Para eso es “el presidente”, y es su oficio. Decidir, dirigir, gobernar. Pospuesta la cuestión; otra vez será.
Ahora bien, lo anterior no excusa renunciar a tener claridad sobre los motivos o razones de la postergación. Para ello, y ser objetivos, lo primero que hay que hacer es escuchar; poner en modo atento los oídos.
De las consultas hechas con el fin persuadir a los sectores quien salió convencido de que no, fue el presidente. Entonces, lo anunció. Dio de baja a la idea o propuesta de reforma. Las razones aducidas son muy válidas. Principalmente, no poner en riesgo la reactivación de la economía y la recuperación de los empleos. Que, dicho sea de paso, vale considerar que la nuestra es de las pocas economías de la región América Latina y el Caribe que, según proyecciones del Banco Mundial, este mismo 2021 lograrán remontar y recuperar los niveles (tamaño de la economía, empleo, producto por habitante) que se tuvieron previo a la pandemia de la COVID-19. ¡Esto es bien!
Es un argumento poderoso, sumando a lo anterior, que la decisión de la postergación estuviera centrado en la necesidad de cuidar el crecimiento y estabilidad en los sectores que están locomoviendo la reactivación. Y que, además, la argumentación oficial haya puesto de relieve la necesidad de preservar la confianza en el país de la inversión privada, la cual es la base para el crecimiento sostenido y la creación de empleos. Soy adepto a la máxima de que no hay política social más potente que la creación de empleos de calidad. Esto, en mayor medida, corresponde al sector privado.
Otro punto de la argumentación de la postergación fue: para no cargar con más impuestos a los dominicanos. Esto, en una coyuntura reconocida como adversa, dado el aumento de los precios del petróleo y demás commodities o materias primas en el mercado internacional; asimismo, con un proceso en curso de aumento generalizado de los precios (inflación) en el plano nacional y mundial. Tres variables (petróleo, commodities e inflación internacional) que, juntas, son pura dinamita. La inflación, se sabe, duele mucho a todo mundo. Más a los más pobres. Por eso, esta línea de argumentación ha sido y es impecable políticamente. Técnicamente también.
Lo que no se sabe, y hasta ahí no llegó ni tenía que llegar la argumentación oficial, es cómo va hacerle el Gobierno para cuadrar las cuentas públicas sin necesidad de “tocar el bolsillo de los ciudadanos”, sin discriminación de clases.
Se ha dicho que para cuadrar la caja se va a hacer “racionalización del gasto”. Que cada peso del presupuesto se gastará con calidad, priorizando bien. ¡Ok! Esto lo que se ha dicho, se dice siempre y se aconseja que se diga en circunstancias como esta. Es un buen propósito de gestión, necesario, pero muy insuficiente. Generalmente, lo que se saca de esas prácticas conceptualizadas como racionalización del gasto es un cheleo que cubre poco o casi nada el déficit. El resultado de esas prácticas, si se dan, no se compadece con la magnitud de los grandes conceptos de gasto (las grandes cuentas) que determinan el déficit fiscal.
Las más de las veces, las prácticas de eso que llaman racionalización del gasto se parecen a los aleteos de una golondrina. No levantan temporal.
De hecho, la postergación fue sorpresa casi para nadie, por varias razones. Empezando porque en el ambiente había mucha duda razonable sobre su pertinencia, no obstante la necesidad. Sería una insensatez perder de vista que aquí, ahora, se está vadeando el río procesolo de la pandemia y sus secuelas. El gobierno, como todos en el mundo, está gestionando una crisis de singular característica, muy compleja, a lo cual ha tenido que empeñar lo más y mejor del esfuerzo público. Hasta ahora, en lo general, ha hecho la gestión con más luces que sombras; eso creo. A pesar de los lamentables, en gran medida, la pandemia se ha mantenido a raya. Hay resultados que se deben cuidar y afianzar, incluidos los del ámbito de la economía.
En suma, la reforma fiscal, aunque de imperiosa necesidad, ha sido postergada. Lógicas de razón práctica (o sea: políticas, en el sentido amplio del término) pesaron más en una decisión que fue fríamente calculada. Imperó el cálculo, la lógica política.
El ámbito de la gestión, la razón pura está para edificar la toma de decisiones; en las cuales, sin embargo, debe imperar la razón práctica (o razón política). Cuando no es así, grande es el riesgo de que se tomen decisiones propias de razón estúpida, como la que se dio en aquél abril de 1983, con consecuencias desastrosas, que nadie aquí olvida. Presumo que esto pesó en la decisión anunciada, ¡y qué bueno!
Sin embargo, siguen ahí, latentes y subsistentes, las razones de una reforma de a de veras. Ahí seguirán, esperando que una administración de gobierno, que entiendo no será esta ya, en el tiempo y con circunstancias que sean pertinentes, tome la grande decisión de decirle, como a Lázaro: ¡Levántate y anda! Esto, pensando en nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos. No en el bien de corto plazo.
Aunque postergada, aquí, la reforma Eppur si mouve. Sin embargo, se mueve.