Esto ya se sabe. Que, a imagen y semejanza de una empresa, un país, con su gobierno y presidente a la cabeza, funciona enfocado en lograr unos objetivos estratégicos, los cuales apuntan a una economía crecientemente desarrollada y ciudadanos con vida cada vez más digna y plena en el disfrute de sus derechos. Con más y mejores servicios de educación, salud, infraestructuras, seguridad, comunicación, cultura. En fin, una ciudadanía con creciente calidad de vida, en paz y más feliz. Estos fines, centrados en mayor medida en las personas, son la razón de ser y existir de un gobierno, el que sea.

También es ya sabido que para existir y funcionar los gobiernos incurren en costos y gastos públicos que, agregados, se denominan el “gasto de gobierno”. Gasto que es financiado con los ingresos percibidos, provenientes, en mayor medida, de los tributos que pagan las familias y las empresas.

Regularmente, los gobiernos funcionan con déficit; esto es, con una brecha ingreso-gasto que se cubre o financia con deuda. Cuanto más ancho es el boquete, mayor es el crecimiento año a año de la deuda pública.

A modo de segunda clasecita. Para los fines de aquí y ahora, tómese nota de una convención en la literatura económica. Es sobre la importancia de que en la ecuación ingreso-gasto de las cuentas públicas tienda a prevalecer una situación de equilibrio; o que, por lo menos, se tienda a funcionar con niveles de déficits que sean manejables. Esto así, en bien de la estabilidad y la salud de la economía y las finanzas públicas, y se preserven condiciones propiciatorias de los objetivos estratégicos de la grande empresa y el interés nacional. De lo contrario, como ocurrió en 2003 y 2007, por ejemplo, el normal funcionamiento se complica y fácil se arma las del ´Por ahí María se va´.    

¿Qué pasa cuando, de manera sostenida, el funcionamiento no se da con condiciones prevalecientes de equilibrio en las cuentas públicas, siendo los gastos ostensiblemente superiores a los ingresos? O, ¿qué pasa cuando, producto de una catástrofe, una guerra, una pandemia, un terremoto o cosas así, que califican como “causas de fuerza mayor”, de forma súbita e imprevista e inevitablemente, los gastos se disparan? ¿Esto, al mismo tiempo que los ingresos tributarios, en el mejor de los casos, se estancan y, por consecuencia, no alcanzan a cuadrar las cuentas?

Lo que ocurre es que, a corto plazo y medio plazo, inevitablemente, la deuda se dispara, comprometiendo seriamente, la capacidad de gasto del gobierno. Se restringe el margen de maniobra del gobierno. Y es claro que un gobierno con la capacidad de gasto maltrecha o restringida es, no más ni menos que un pobre gobierno.

Dado esto, y con fines de no caer en esas condiciones, cuando la brecha ingreso-gasto se torna insostenible a corto y medio plazo, entonces, se vuelve imperativo reconfigurar o ajustar a fondo la ecuación fiscal. Este ajuste se da por vía de una de dos, o por las dos al mismo tiempo: i) ajustando los ingresos al alza, necesariamente vía un choque a las familias y las empresas a través de instrumentos tributarios: más impuestos; ii) o recortando drásticamente el gasto público, siempre en conceptos muy sensibles, lo cual, también, es muy incómodo pues representa regularmente un shock que se resiente en las familias, en las empresas y en el avance hacia el logro de los objetivos estratégicos; esto es, en la entrega de servicios públicos tales como servicios de salud, educación, infraestructura, seguridad, etc.; y iii) un choque a dos bandas dirigido, a la vez, a aumentar los ingresos a costa de los propios de las familias y las empresas, y reducir el gasto público.

En otros términos, cuando el desajuste fiscal se vuelve insostenible luce que es imperativo una reforma o reformulación de la ecuación ingreso-gasto. Esta reformulación puede tener alcances diferenciados: un pacto fiscal, de gran calado en la reestructuración en los conceptos de ambos lados de la ecuación, enfatizando la calidad del gasto; o una reforma tributaria, más simple, centrada fundamentalmente en el objetivo recaudatorio para consolidar la habilitación del gobierno para que gaste y funcione.

Al gobierno, cualquiera que sea, le resulta muy ingrato y gravoso acometer o promover un proceso de reforma. Pues conlleva adoptar e implementar un conjunto de medidas que se imponen para recargar las capacidades de pago y gasto público en las condiciones o circunstancias prevalecientes en un determinado aquí y ahora. Pero que siempre son medidas altamente antipáticas y odiosas para todo mundo en todos los sectores de la economía y de la sociedad. Particularmente, para el gobierno, cual que sea, el costo político es, o suele ser, muy alto.

Ahora, a modo de segunda derivada. En pura lógica de economía pública, en la actual circunstancia y condiciones, se dice que aquí y ahora, la reforma parece un imperativo que no nos lo despinta nadie, y que la necesidad y el FMI aconsejan.

La impone el descuadre actual y proyectado de medio plazo en las finanzas. En justo juicio, despejado de razones ajenas a la racionalidad económica, pocos niegan lo imperioso de hacer una reforma ya. Con pacto o sin pacto. A lo más, eso sí, se alcanza a cuestionar la pertinencia del momento: por la crisis de la pandemia. Mas no su necesidad.

¿Qué cabe, pesa y cala aquello de que “¡Te va a doler!”, del apreciado Sergio Vargas? Sí, inevitablemente, si se lleva a cabo la reforma será dolorosa para todos, en mayor o menor medida. Y muy costosa políticamente para el gobierno del PRM que, una de dos: i) si saca adelante y aplica la reforma, habrá de asimilar el disgusto social que su implementación trae consigo, lo que deriva en un costo político; pero ii) si no la sacara adelante, quedaría muy mal trecho en sus capacidades para responder a demandas sociales, que son inmensas, y para concretar una retahíla de anuncios y promesas de realizaciones de inversión pública.

Así sería la reforma, dolorosa. Y es mejor es saberlo que no saberlo, por lo de la prevención. Los palos no avisados duelen más, hacen más daño.

Podría decirse que, en coyunturas como la actual, una reforma es como especie de lo que en México llaman Ley de Herodes: ´o le entras, o te embromas´. Pero resulta que embromarnos es opción inadmisible, indeseable y conveniente para nadie. Entonces, hay que entrarle. Y entrarle tiene un alto costo, que todos hemos de pagar, gobierno y sociedad.

Hay ocasiones en el ejercicio del gobierno de un país, en que una reforma se impone como un trago amargo que hay que tomar; como un cáliz de cuyo contenido hay que beber para preservar las condiciones de seguir el viaje de transformación hacia un mañana mejor.

Aquí y ahora, nadie de la oposición querría estar con sus pies metidos en los zapatos de los gobernantes de este turno, con el Presidente a la cabeza. En buena onda, desde esta perspectiva, lo menos que uno puede y cualquiera debería desear es echarle un par de santos atrás, implorando a que San Ramón, el bueno, nos saque con bien a todos.

Si tiene que ser, ¡pues que así sea!