No cabe duda de que el problema de la inequidad y la exclusión social constituyen uno de los ejes fundamentales de la transformaciones educativas pendientes en América Latina y El Caribe; asimismo, que el compromiso con la equidad y la inclusión social se convierte en uno de los principales imperativos éticos y sociales en el logro de dichas transformaciones.
La retórica de “reformas educativas” impuesta por los organismos de financiamiento mundial desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la fecha, si bien ha dejado algunos resultados favorables, sobre todo en sistemas educativos altamente rezagados y deficitarios como el dominicano, no ha sido capaz de modificar en forma significativa la gigantesca brecha de inequidad y exclusión imperante en la inmensa mayoría de los países de la región latinoamericana y caribeña. En la República Dominicana, a pesar del relativo avance que implicó, hay consenso en que la reforma educativa de los años noventa, según apuntan varios estudiosos y actores del sistema educativo nacional, dejó muchas tareas pendientes, particularmente en lo que respecta a equidad y calidad.
Los enfoques más serios y rigurosos del tema educativo coinciden en señalar que el fracaso escolar en estos países está asociado a la pobreza y desigualdad social que padecen las grandes mayorías de la población. Según lo expone Marcela Román en su artículo “Factores Asociados al Abandono y la Deserción Escolar en América Latina: Una Mirada en Conjunto” (Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación (2013) – Volumen 11, Número 2), la evidencia sistemática que ratifica este fracaso escolar indica que, “mientras más pobres, vulnerables y excluidos son los estudiantes, mayores son sus probabilidades de no aprender lo necesario, de no alcanzar buenos desempeños, de reprobar grado, de dejar de asistir a clases, o finalmente desertar definitivamente del sistema escolar”. Para superar esta realidad las reformas paliativas sugeridas e implementadas por las élites económicas y políticas dominantes no son suficientes. Y no so lo son, porque no tocan para nada las estructuras de desigualdad en la distribución y redistribución de la riqueza y la exclusión social que de ello se deriva.
La retórica de “reformas educativas” ha vendido la idea de que la “equidad” en el acceso a la educación garantiza la inclusión y movilidad social de las personas. Aquí, las preguntas obligadas son: ¿Acceso a qué educación? ¿Inclusión a qué esferas y grupos sociales? ¿Movilidad social hacia dónde? En efecto, se puede tener acceso a la educación, pero ¿a cuál educación? ¿a una educación de segunda o tercera categoría? Una educación de este tipo no es equitativa ni incluyente, pero mucho menos garantista de movilidad social ascendente. La elucidación de esas preguntas nos permite desvelar que la situación de pobreza condiciona la posibilidad de acceso a una educación de calidad. Que el capital económico, social y cultural de cada individuo no solo condiciona su acceso a una educación de calidad, sino también su movilidad social ascendente en la escala social.
Y para que no se me tilde de determinista, este planteamiento no excluye que algunos individuos sobresalientes procedentes de entornos deprimidos económica y socioculturalmente puedan acceder a una buena educación y ascender en la escala social; está demostrado que las condiciones personales y algunos mecanismos de selección del sistema permiten que esto sea posible. Sin embargo, para que la educación sea realmente un mecanismo de transformación social se requiere no solo que sea de calidad, sino que venga acompañada de una transformación de las condiciones socioeconómicas y culturales de la mayoría de la población.
Esto significa que la equidad en el acceso a una educación de calidad no es completa si no existe equidad social. Me explico, ¿qué hacemos con las mejores escuelas y universidades del mundo, con los estándares de calidad nacionales e internacionales más altos y acceso abierto y gratuito para toda la población, si más de la mitad de los niños y jóvenes tiene taras nutricionales y carencias socioeconómicas y culturales que afectan su salud física y su capacidad intelectual, lo que les impide aprovechar en toda su dimensión esa educación de calidad? A lo sumo se puede conseguir un mejoramiento de la cobertura del sistema educativo, lo cual no es en ningún modo desdeñable, pero eso no significa justicia y equidad. Sigue siendo una educación elitista.
Se ve claro, entonces, que lo que es igual para personas distintas no necesariamente es justo para todos. Y no estoy diciendo nada nuevo, esto ya lo debatieron ampliamente y esclarecieron los pensadores socialistas del siglo XIX. La justicia social es, pues, el substrato ético que garantiza la equidad. Esto quiere decir que, si no se hace una distribución y redistribución más justa del ingreso, de las oportunidades y de la riqueza social en general, no es posible hablar de una verdadera transformación en el sistema educativo.
En síntesis, sin reducir el fin de la educación a la competencia por ascenso económico y social, la posibilidad de competir en igualdad de condiciones solo la tienen personas que viven en igualdad de condiciones socioeconómicas, lo demás, es mera retórica. El compromiso con el acceso a una educación de calidad en condiciones de justicia y equidad social se convierte, así, en el imperativo ético fundamental de cualquier transformación educativa.