Los epitafios son colofones de vida, etiquetas en esos archivos a cielo abierto que son los cementerios. Los epitafios dicen mucho más sobre la vida que sobre la muerte de los difuntos. Son, en general, una muestra fidedigna de cuáles fueron sus personalidades, sus maneras de ver la vida.

Hay epitafios cómicos. “Eso es todo amigos”, reza el de Mel Blanc, aludiendo a la frase con que Porky – a quien prestaba su voz – terminaba cada episodio. “Caramba, estaba aquí hace un momento”, puede leerse en la lápida del cómico norteamericano George Carlin. “Dentro”, se limita a decir el epitafio del actor americano Jack Lemmon. “Disculpen que no me levante”, reza el epitafio del cómico americano Groucho Marx. “Lo mejor está por venir”: Este es el epitafio de Frank Sinatra.

Hay epitafios rimbombantes. El de Alejandro Magno, por ejemplo: “Una tumba basta ahora para aquel a quien el mundo no fue suficiente”. “La naturaleza y las leyes de la naturaleza estaban ocultas en la noche. Dios dijo ‘Hágase Newton’ y todo fue luz”. Se refiere a Isaac Newton, naturalmente.

Hay epitafios terribles. “Asesinado por un traidor cuyo nombre no merece aparecer aquí” dice el epitafio del bandido Jesse James, redactado por su madre. “174517” es el terrible epitafio de Primo Levi, escritor judío italiano: Era su número de prisionero en el campo de concentración de Auschwitz.

Hay epitafios humildes. “Oh, Dios” puede leerse en la lápida de Mahatma Gandhi, repitiendo sus palabras al ser asesinado. “Nada espero. Nada temo. Soy libre” adorna la tumba del escritor griego Nikos Kazantzakis. “Libre al fin. Libre al fin. Gracias a Dios todopoderoso, soy libre al fin”: hermoso epitafio el de Martin Luther King. “Fui el que no soy”: Este es el del poeta portugués Fernando Pessoa. Y el del escritor norteamericano Kurt Vonnegut dice: “La única prueba de la existencia de Dios que necesitó fue la música”.

Naturalmente, no todos los epitafios no son ciertos. Hay epitafios que no son más que propaganda. Hay gente que miente hasta después de muertos.

Hay otros muertos que fueron tan discretos que prefirieron que en sus lápidas no apareciera ningún epitafio.

Por cierto ¿Y los epitafios dominicanos?¿Y el de Balaguer?¿Y el de Manuel del Cabral?¿Y el de Bosch?¿Y el de Trujillo? Cuando visité su tumba vacía y abandonada en el cementerio Père Lachaise, en París, no encontré ninguno. Solo un vitral de la Virgen de la Altagracia, de pésimo gusto. (Las tumbas son como el papel, que lo aguantan todo).

“Vivió como el que tenía que morir”. El epitafio de mi abuelo encierra una gran verdad. Estar siempre consciente de la propia muerte es un ejercicio de humildad que cada ser humano debería practicar cada día. Yo lo hago. Es por eso que he elegido ya mi epitafio. Se trata de un  verso de Fernando Pessoa: “Amó la vida con timidez, temió la muerte con fascinación”.