Es el jueves de un abril que lleva pocos días de estreno. Yo siento como si fuera julio, porque estos meses me han parecido más que demasiado. He comenzado estas líneas tres veces y así mismo se han ido a la basura. Es que los sentimientos de esta semana han sido variopintos. Por un lado, hay tanto qué decir, que voy escupiendo puras quejas, pero estoy cansada de las quejas y también estoy cansada de los ánimos caldeados. Ya hay por ahí mucha gente irritada, vociferando inconformidades y manifestando intolerancia. Primero decidí esconderme tras la acidez y la ironía, pero esos humores no me sientan bien y lo confirmé cuando iba por el tercer párrafo. No, esta situación, la de mi país, no está para ironías. Yo tampoco.

Medito sobre lo que éramos como sociedad, cómo el dominicano era definido por su bondad y se distinguía del resto por su amabilidad característica. La sonrisa desinteresada era la tarjeta de presentación del ciudadano común.  Hoy, pareciera que hemos sido abducidos y nos violentamos unos con otros con facilidad. Lo peor es que no hemos advertido el proceso y la gran mayoría no está al tanto de la enfermedad, que como sociedad, nos arropa. Estar enfermo y no reconocerlo puede ser tan grave como la enfermedad en sí. Terminan replicándose los síntomas en forma alegre y arbitraria, y cuando queremos contenerlos, estos se desbordan y saturan todo el organismo.

Como mujer obstinada que soy, amante de las utopías ciertas y posibles, quiero en lo adelante dedicar mi tiempo a proponer y a construir. A remangarnos las camisas y a trabajar, porque hay mucho qué hacer

La violencia nos enfermó y no fue la clásica violencia que te arrebata un celular en una esquina, o esa violencia que te abofetea y te deja sordo de un oído. Nos enfermó el hambre, la pobreza, la falta de salud y de seguridad; la inequidad, la falta de oportunidades; nos hemos enfermado con la ausencia de programas sociales reales, no populistas; nos enfermamos con presidencialismo, con corrupción, con un sistema educativo deficiente y con una justicia que no funciona y que favorece la ausencia de consecuencias para el que delinque.

Hoy tenemos todo tipo de síntomas. Y hemos llegado a un extremo tan crítico, que parece que nos acostumbramos a ellos. Violamos las leyes de tránsito sin el mínimo de vergüenza y en la cara de la mismas autoridades, enarbolamos con orgullo consigas de intolerancia, racismo y discriminación.  Ya no discutimos ideas, sino que insultamos y humillamos. Perdimos la capacidad de indignarnos por el mal ajeno.Nos alienamos con algo tan serio como la corrupción, y hemos terminado viéndola como algo relativo. Nos acostumbramos a ver con sospecha al policía. Ya no nos sorprende que los servicios de salud sean un negocio. Perdimos la capacidad de crítica, de empatía, parece que nos quitaron la actitud relajada de quien va por la calle disfrutando el sol caribeño, nos han quitado la alegría. Ahora nos preocupamos al ir por un lugar poco iluminado y aceleramos el paso, nos da miedo bajar el cristal en cualquier semáforo. Padecemos de indiferencia aguda crónica.

Si la república muere, enferma, lisiada, cosida y armada por retazos, bien podrá leerse en su epitafio: Yace aquí una nación que decidió morir, ciega, muda y de brazos cruzados.  Triste, ¿no? O bien podríamos asumir nuestro rol protagónico en esta historia y encarar de una y por todas el destino del país en nuestras manos. De mi parte, dejo en estas líneas pesimistas, poco esperanzadoras, pero cargadas de realidad, mi último intento de fotografiar los males que nos aquejan. Como mujer obstinada que soy, amante de las utopías ciertas y posibles, quiero en lo adelante dedicar mi tiempo a proponer y a construir. A remangarnos las camisas y a trabajar, porque hay mucho qué hacer, si no, lea un poco más arriba y convénzase.

@riveragnosis