Reducir la excesiva desigualdad social en nuestro país podría calificarse como un ideal revolucionario de factura quijotesca. Partiendo de las actuales relaciones de poder, los partidos políticos podrían ver esa meta con ojeriza como una receta ineluctable para el suicidio electoral.  Pero ante el vacío ideológico que los arropa actualmente, plantearse la misma debería ser por lo menos un ejercicio intelectual obligatorio. Más aun, una estrategia  que la adopte como mantra política y la presente  adecuadamente al electorado podría cosechar un rotundo éxito.

La meta no implica, por supuesto, un cambio de sistema económico ni la adopción de un esquema comunista y mucho menos totalitarista.  Lo que si implica es una evolución deliberada desde el mero crecimiento económico al crecimiento inclusivo, del “capitalismo salvaje” al capitalismo ético. Articulado en el marco de la libertad, en poco menos de una generación este propósito se traduciría en una traslación de una gran parte de los ingresos y riqueza desde los “dueños de los medios de producción” y otros ricos y acomodados a los miembros menos afortunados de las empresas y de la sociedad.   

La pertinencia moral de tal evolución se desprende de los fundamentos del capitalismo.  Este se basa en una economía de mercado donde las fuerzas de la oferta y la demanda de bienes y servicios interactúan –en ausencia de cortapisas al flujo de información– libremente y en plena competencia. En tal contexto, la justicia social se logra cuando las recompensas a la iniciativa, el talento y el esfuerzo individuales se distribuyen como muchos fenómenos de la naturaleza cuya representación gráfica es la curva normal (ver gráfico). La desigualdad excesiva se presenta cuando la distribución de las recompensas no se materializa siguiendo ese patrón y los menos captan la tajada del león de los ingresos y la riqueza.   

Tal desenlace a su vez es el resultado de “fallas” o “distorsiones” de mercado, lo cual implica que las fuerzas del mercado no están actuando como deberían. Estos escollos impiden, entorpecen o erosionan la libre competencia.  Cuando no todos tienen iguales oportunidades educativas, por ejemplo, la carrera por el éxito económico esta sesgada a favor de quienes tuvieron las mejores.  Por eso le toca al Estado asegurar que todos los niños disfruten de una educación de calidad que compita en iguales condiciones con la privada. Otras distorsiones de mercado son los monopolios y oligopolios, los cuales casi siempre resultan de contubernios con el poder político.

El capitalismo ético, en cambio, “tiene, como mínimo, dos ingredientes principales: un enfoque centrado en crear valor económico y social a largo plazo y un compromiso de las empresas para  salvaguardar los intereses de todos los grupos de interés: clientes, empleados, proveedores, inversores y la sociedad. El capitalismo ético procura establecer relaciones estrechas y basadas en la confianza, al servicio tanto de la sociedad como de los resultados económicos. Dicho de otro modo, es un modelo empresarial con objetivos más amplios.” (http://www.huffingtonpost.es/stanley-m-bergman/capitalismo-etico-vale-la_b_4686083.html)

Para evolucionar hacia el capitalismo ético, una economía de mercado que acuse una “excesiva desigualdad social” deberá adoptar políticas públicas que la reduzcan al mínimo.  Entre los pensadores económicos modernos se cree que “los objetivos del crecimiento económico y la reducción de las desigualdades van de la mano y que los gobiernos pueden y deben intervenir para conseguirlo.” (https://elpais.com/elpais/2013/12/18/opinion/1387391705_765283.html) Si aspiramos a un crecimiento robusto e inclusivo, la desigualdad no puede ser castrante para muchos y una panacea para pocos. 

Lo anterior implica que toda la clase política, y más particularmente el gobierno, debe tener el libre funcionamiento del mercado como prioridad máxima. Además de concentrarse en garantizar la igualdad de oportunidades educativas (lo cual requiere que un niño de un campo de Dajabón tenga la misma calidad de educación que la que ofrece un colegio privado de Santo Domingo) y de la eliminación de los monopolios y oligopolios, el gobierno deberá propiciar inversiones estratégicas en infraestructura, en salud y en una mejor regulación de los mercados financieros. También el gobierno deberá asegurarse de una tributación equitativa y adoptar políticas que promuevan la productividad, el empleo y el aumento del salario mínimo.  Esto último es preferible a los llamados “subsidios sociales” para paliar la pobreza.

Ahora bien, al evaluar la naturaleza y magnitud de la tarea los partidos políticos deberán preguntarse a quién beneficia su logro.  Resulta evidente que, aunque a mediano y largo plazo, una mejor distribución de los ingresos y la riqueza beneficiaria a las grandes mayorías del país.  En consecuencia, es logico presumir que una estrategia electoral que se centre en lograr la reducción de la desigualdad social concitaría las simpatías de la mayoría de los electores.  Con una buena estrategia de comunicación respecto a estos objetivos, el triunfo electoral estaría asegurado.

¿Por qué un partido político cualquiera estaría renuente a adoptar tal estrategia?  El temor a la reacción de los que detentan los mayores ingresos y la mayor riqueza explicaría reticencia. Tradicionalmente, los que poseen el poder económico se niegan a compartir su tesoro con la gente más allá de lo que exige el (injusto) sistema tributario.  Y como son ellos quienes financian en gran medida las campañas políticas de los candidatos, los partidos no están inclinados a desafiarlos so pena de perder su apoyo económico.

La otra cara de esa moneda privada es la del entramado de canonjías, prebendas y privilegios de que disfruta la clase política misma.  Los que gobiernan acusan una actitud patrimonialista respecto a las mieles que prodiga el Estado y se aferran a sus posiciones para tener el poder de distribuirlas entre su clientela.  También se aprovechan de sus cargos adjudicándose enormes salarios y beneficios, extrayendo ofrendas del tejido social y empresarial y confabulándose con intereses mercuriales para generar las “fallas de mercado” que perpetúen las iniquidades.  La mayor parte de la oposición, por su lado,  quiere llegar al poder para ser ellos los beneficiarios. 

Con ese tipo de motivación podría no haber espacio para enarbolar la reducción de la desigualdad social como la bandera de lucha.  Los partidos prefieren además la ruta de la menor resistencia, la cual se asocia con las presentes desigualdades.  La decisión de hacer una campaña política contra la desigualdad entonces tendría que emanar de una convicción ideológica de que el progreso y el bienestar de la población solo pueden lograrse haciendo que el mercado funcione, que haya igualdad de oportunidades educativas y una verdadera libre competencia.

La retórica actual de nuestros partidos deja a veces colar cansados estribillos sobre la justicia social y la solidaridad.  El problema, sin embargo, es que esos estribillos no entroncan con un programa de gobierno coherente que tenga la reducción de la desigualdad social como su norte, aunque se requiera una generación para lograrlo. El partido que se aboque a elaborar dicho programa y luego desarrolle una estrategia comunicacional para venderlo al electorado seria el partido de la justicia social porque en su programa vería el  electorado la via segura para mejorar sus condiciones de bienestar.

Los ricos no deberían temer a un programa de ese tipo y, por el contrario, deberían brindar su apoyo.  Adhiriéndose a la meta de la reducción de las desigualdades no solamente tendrían una sociedad más justa sino que crearían las condiciones para asegurar sus bienes y propiedades al tiempo que aseguran la bienandanza de nuestra economía de mercado.  A ellos les conviene darse cuenta de que la excesiva desigualdad es el mejor caldo de cultivo para una iracunda rebelión de las masas contra su encumbrada posición social.