Epicuro de Samos (siglos IV y III a.C.) formuló el argumento del mal que es lo que se llamará más tarde la Paradoja de Epicuro. Una paradoja es una expresión que nos parece lógicamente contradictoria. La contradicción viene porque pone en relación dos términos antagónicos. Como ejemplo cito los versos de Santa Teresa (“Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”). La figura de pensamiento se produce porque la conexión lógica entre “vivir” y “morir” nos dice que son contradictorios; pero la poeta superpone los sentidos en el último verso generando un nuevo significado en nuestra cabeza. En el caso del filósofo de Samos, es una idea amparada en la incompatibilidad entre los atributos de bondad y omnipotencia atribuibles a los dioses y la evidencia del mal padecido.

Aunque hay distintas versiones de la formulación del argumento de Epicuro, es necesario saber que partía de tres afirmaciones básicas desde las cuales se infieren ciertas conclusiones lógicas; estas últimas encarnan la contradicción. Las premisas son: a) Dios existe; b) Dios es bueno y omnipotente; c) El mal existe (puesto que yo sufro).

A partir de estas premisas, las conclusiones derivables son las siguientes: a) Si los dioses existen, no son buenos para impedir el mal ya que tengo la certeza de que sufro; b) Si son buenos y desean impedir el mal, no son omnipotentes puesto que sufro y c) si el mal existe, puesto que yo sufro, es probable que dios no sea ni bueno ni omnipotente, lo que contradice su propia naturaleza.

He recalcado una y otra vez la expresión “yo sufro” porque, a mi entender, esta es la clave para interpretar la paradoja y la cuestión de los dioses en Epicuro. La filosofía de este pensador griego parte de dos ideas fundamentales: primero, la sensación es el origen de todo conocimiento y, segundo, hay que vivir conforme a la naturaleza.

Entre la bondad, la omnipotencia de los dioses y el mal que padezco es más evidente este último frente a lo primero. El mal padecido es una verdad que no puede ser negada para aquel que lo sufre, ya que la sensación es la fuente del conocimiento verdadero. La omnipotencia y la benevolencia de Dios contradicen esta verdad existencial del mal que sufro. Pero la contradicción es lógica, esto es, a nivel del razonamiento y no a nivel de la existencia. Mal y dioses son realidades no contradictorias en Epicuro porque simplemente no somos marionetas en manos de un titiritero que procura ampararnos cuando nos duele una muela.

En su afamada Carta a Meneceo, Epicuro nos dice lo siguiente: “Porque los dioses, desde luego, existen: el conocimiento que tenemos de ellos es, en efecto, evidente. Pero no son como los considera la gente, pues ésta no los mantiene conforme a la noción que tienen de ellos. No es impío el que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de la gente”.

Los dioses en sí mismos no constituyen un problema para Epicuro; el problema es nuestra idea sobre los dioses en la medida en que les atribuimos cuestiones ajenas a su propio ser, las “vanas presunciones” que hacen derivar de ellos toda clase de bienes y males, y enajena el papel autogestor del ser humano.

Vivir conforme a la naturaleza según Epicuro es alcanzar el ideal del sabio: aquel estado de felicidad que brota de la prudencia en el actuar y el ser. Quien vive conforme a la prudencia vivirá “como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un ser mortal el hombre que vive entre bienes inmortales” (Ibíd.).

La enseñanza está dada. Frente al mal padecido y la dicha obtenida buscar el agente provocador de tal mal o tal bien en el marco de la inmanencia y no en la trascendencia. El vivir humano ocurre indefectiblemente en la temporalidad. Entre temporalidad y eternidad no hay continuidad; sino un salto cualitativo. El problema fundamental es el cómo vivir entre las cosas y los demás. En el mundo podemos situarnos como desdichados y culpar a otros de la desdicha o como mortales que conquistan inmortalidad.