La casa familiar extendía un largo pasillo que iba desde la entrada por la Independencia, a una salida trasera a la calle Sánchez del 30 de Mayo, donde Mercedes mi madre compró una mejora en 1966, frente a donde estaba el Escuadrón de Caballería de la Policía, y Balaguer construyó el barrio Honduras.

Fue en ese largo pasillo donde una media mañana me llegó la primera noticia de que empezaba a envejecer. El envejecimiento inicia desde que nacemos, sabía por conocimiento general, y como teoría de lo que le ocurre a los otros.

Fue al levantarme tras recoger una funda plástica en ese pasillo, y guardarla en un bolsillo del pantalón que al seguir andando detuve abruptamente la marcha, para preguntarme: ¿Oh, y por qué diablos estoy recogiendo esta funda, y además guardándomela?

Guardar es cosa de viejos, cavilé, los jóvenes no guardan pues piensan que Dios o la vida proveerán, me dije, convencido de que la señora vejez tocaba por vez primera las puertas de mi conciencia.

En aquel momento estaba entrado ya en los 30, pero seguía viviendo tiempos procelosos de juventud y los primeros años de la madurez, pues le quedaba regusto a la vida loca. 

Pasaron los años y vinieron las limitaciones y disfuncionalidades fisiológicas, diría un especialista, y los achaques del desgaste natural del organismo, que siente uno.

El pelo blanco que es marca de fábrica paterna desde camino a los 50, avisaba a los otros del paso de los años, las jóvenes guardando su distancia “mire, don”, y los varones  aprestándose a ayudar en la calle en ciertas situaciones: “deje que lo ayude, papá; dejen pasar al don…”.

Cada edad tiene sus encantos, dicen, y muchos traumas y extravíos vienen de no haberlos vivido cada en su momento, en la plenitud en que podemos arrebatarlos a la vida.

La experiencia acumulada da ventajas en el oficio que desempeño, pues cuaja y tiene terminación en los ámbitos mentales y se potencia en la observación alerta de la realidad, y en relaciones sociales y personales cultivadas en el tiempo.  

Vengo yendo con el aval del salto desde la vida análoga a la digital, aggiornados muchos de mis hábitos y gustos artísticos y culturales, y asimilando los registros epocales de mi retoña María Mercedes. 

Mas entrado ya en la vejez no me siendo “un huevito acabado de poner”, como pregona un dictador en una gran novela sobre la concupiscencia del poder, pero puedo decir que hoy por hoy me siento un muchacho llegando a sus primeros 70.   

Va escrita la capacidad de inserción en los nuevos tiempos que tenemos las personas de la tercera edad en esta llamada Era del Conocimiento, en que los adelantos de la medicina y ciertas prevenciones en hábitos de vida aumentan la capacidad de interacción y el tiempo de existencia de la gente.  

Si el umbral de los 50 nos dejó la desazón de que se fueron las pasiones más encendidas, llegando a los 70 puedo ver al hombre que va conmigo en una buena onda, apacible, con frecuencia sonriendo -en vez de rabiando- ante los tantos absurdos con que te encuentras en cada esquina de un país con tantos absurdos,  vacíos y desencuentros.