El de escribir es un oficio de sacrificios. Por mucho tiempo se le llamó “el duro oficio”. Más duro, según la expresión exagerada, que el oficio del picapedrero, el de antes de que inventaran el enorme dinosaurio de hierro y acero que aquí bautizaron como “comesola”, que con su pico de acero picapedrea con terquedad robótica hasta someter a la obediencia a enormes piedras y  rocas prehistóricas antes de que se emprenda la tarea de levantar un edificio o de tender sobre tierra una carretera.

Sólo los obsesos han podido ejercer semejante oficio. Aún desde antes de que el hombre aprendiera a leer en silencio. He ahí entonces que el público común suele ver a los escritores de oficio como raros bichos, porque es que son obsesos, o medio locos, o casi locos o exactamente locos. ¿O acaso puede ser normal alguien que escriba, corrija y pase en limpio ¡cincuenta veces! un libro de 400 páginas, lo publique con los cuartos de sus bolsillos y después tenga que obsequiar ejemplares a amigos cercanos y lejanos?

Casi todos los escritores de oficio que he conocido son divorciados. Las que se casaron con ellos en segundas nupcias –creyéndolas primeras- no se habían percatado de que se habían casado con un hombre ya casado con la escritura.

Nada lo seduce tanto como ir plasmando sus imágenes e ideas en sucesión continua para posteriormente “corregirlas”, que consiste en darles nuevas formas y alcances

El escritor de oficio emprende la tarea de escribir un libro antes de sentarse frente a su instrumento de trabajo, que en tiempos relativamente remotos era “la pluma de escribir”, y en un tiempo más cercano era “la maquinilla de escribir”, y que en estos tiempos es “la computadora”.

Nada lo seduce tanto como ir plasmando sus imágenes e ideas en sucesión continua para posteriormente “corregirlas”, que consiste en darles nuevas formas y alcances. Eso será así hasta que haya alcanzado la madurez de la autocorrección automática, que consiste en corregirse en el tránsito que va desde lo que piensa creativamente hasta que lo plasma.

Las locuras de los escritores no son tales, de donde ahora tengo que desmentirme. Son locuras para los demás. Son absolutamente cuerdos en sus mundos. Por eso es que ellos están profundamente convencidos que este mundo está lleno de locos, que son los demás, desde luego, en razón de que locos son todos aquellos que carecen de las locuras de ellos.

Gabriel Carcía Márquez se encerró en una habitación de su casa por casi un año entregado absolutamente a la tarea de despojo de los fantasmas imaginados que lo acosaban y que luego de incluirlos en una novela los bautizó como Cien Años de Soledad. Cuando al fin salió de la habitación encontró sobre una mesa todas las facturas caseras súper atrasadas y una amenaza de desalojo perentorio, a pesar de que amigos cercanos habían auxiliado a la casi abandonada esposa. ¡Y conste que nunca le pasó por la mente que fuera a recibir dividendo alguno!

En mis oficios de escritor y editor he conocido a muchisísimos locos, principalmente a adictos a la poesía y a aspirantes a cuentistas y a novelistas. Los ha habido que se me han acercado y propuesto que o les corrija o les edite “siquiera uno de mis 20 libros inéditos”.

Y andan por ahí como si nada, como seres normales… Y lo son.

Los locos son los demás, y como dice la vieja salsa “los demás son los demás”.