Una corriente de escritores dominicanos contemporáneos, nos cuentan relatos extraídos desde ángulos incómodos. Sus cuentos y novelas muestran su capacidad literaria para arrancarles narraciones extraordinarias al enojo de sus personajes periféricos. La corriente maneja algunas convenciones: i) presentan a personajes suburbanos en conflicto, a efecto de motivarlos a la acción o reflexión, ii) junto al malestar de esos personajes en dramas limítrofes, estos autores arrastran al lector por medio de un proceso cuasi-punitivo; esto es, a la lectura de las espinosas realidades de sus protagonistas; y, iii) gracias a sus notables recursos para la ficción, los representantes de la corriente extraen una acabada expresión artística de contextos incómodos.
Estos jóvenes autores dominicanos escriben una especie de doble fantasía. Como el álbum musical Double Fantasy (1980), la armonía de escritura y el estrépito de lo narrado van unidos en sus trabajos. No ofrecen un balance positivo o negativo. Sus relatos no confieren soluciones a posibles problemáticas de los personajes o del lector. La esperanza y la histeria se anulan mutualmente. El feel good permanece negado, y sin embargo, el lector volverá a leerlos. El autor dominicano de la doble fantasía hace de su obra un imperio de sometimientos gratos. Entre sus representantes, destaco el látigo inmisericorde de José Carlos Nazario, autor de Carne Cruda, quien tuvo la gentileza de mandarme un reciente trabajo titulado Lo Tóxico. Pese a la advertencia a modo de cirujano general dada en su título, dejar de leerlo no es una opción. Cada párrafo, cada capítulo, es una cuerda flexible de palabras bien trenzadas que alcanzan a un lector atrapado en la fascinación de su estilo literario. Nazario somete con frases tales como: Roa llegaba tarde al momento de la juventud que se pierde la inocencia. Y no estaba listo todavía, pero debía cerrar su ciclo. Decir adiós al niño, matarlo de golpe, de mano de alguna curiosidad o una droga fuerte. Las moralejas o los mensajes positivos rebajarían la sobriedad de los escritores de la doble fantasía. Como la firma Ono Lennon, exponen arte conceptual y armonía, historias de ruido ensordecedor y de melódicos acordes. Nazario, junto a otros que poco a poco voy descubriendo, en mi proceso de aprendizaje, maniobran como un látigo sus teclados. Leyéndolo, se me cayó el celular. El quiebre de su historia rompió el cristal de mi iPhone.
De acuerdo a distintos estudios realizados en varios países de habla hispana, las mujeres leemos más que los hombres. Según la estadística, entre los segundos, algunos lo consideran una actividad improductiva. Solemos ser un público silente, con opiniones críticas que rara vez salen al debate. La lectora promedio es además, una persona con una vida convencional. Probablemente, una ama de casa de clase media que trabaja en casa o fuera de ella. Sin embargo, esa lectora es capaz de comprender el drama de los personajes como los de Nazario, más de lo imaginable. Hay lugares comunes entre esa lectora apacible y los personajes atrapados sin salida del Dominican double fantasy.
Una de ellas, se sentó frente al ordenador para un sorteo distinto de recursos y fuentes narrativas, al inspirarse en otro tipo de contenidos a través de la crónica. Hace unos años, muchas personas, de ambos sexos y distintas edades, comentaban a Juandoliando, una columna que aparecía en la Revista Estilos, la separata sabatina del periódico Listín Diario. La gente literalmente decía: —Los sábados, no me pierdo la columna de Freddy Ginebra y la de Juandoliando.
El día que me convencí de que la autora de esa columna tenía un toque especial fue una tarde junto a mi tía, Melba Noboa Herasme. Mi tía, profesora de Matemáticas retirada, luego de una larga carrera docente en nivel secundario, es maestra hasta los tuétanos. No obstante, ya no enseña Álgebra; explica que es –y lo profesa en los actos de su vida- una mujer cristo-céntrica. Sentarse a conversar con ella es uno de mis grandes placeres, cuando visito Santo Domingo, porque su voz permea paz interna. Con Mela, como le decimos los sobrinos, hay que estar listos a escuchar primero la Palabra, y de segundo, tercero y último, también la Palabra, porque para ella, cada experiencia debe tener un claro sentido hacia la luz. Sin menoscabo de lo anterior, mi tía posee además, una sana picardía; una vez conquistada, le roba a la traviesa niña que lleva dentro, y pintada en su semblante pacífico, risas y carcajadas.
Una tarde, y solo luego de que pasara buena parte de la visita dándome su testimonio de fidelidad a Cristo, pasamos a recordar historias familiares. Mela tiene una memoria privilegiada y un talento natural para hacer cuentos entretenidos. Aún al rememorar anécdotas de su infancia en Neyba o de sus días de universitaria en la capital cuando éramos bebés que ella cargaba, parece que cuenta parábolas bíblicas. No desperdicia ningún recurso narrativo para derivar moralejas cristianas. De repente me dijo: —Hay una persona que escribe en el Listín Diario los sábados a quien espero semana tras semana. Se llama Penélope Frías. Ella tiene una gracia fabulosa. La columna se llama Juandoliando.
Lo más lejos que tenía Mela es que Penélope Frías y yo nos conocíamos. Se trataba de una relación reciente, nacida a la orilla del mar, frente a la playa de Juan Dolio. Lo más lejos que yo tenía, es que la pícara columnista había conquistado a alguien de tan estrictas convicciones como mi tía. Penélope Frías es la mejor amiga y comadre de mi vecina puerta con puerta Carolina Ramos, en cuya casa la conocí junto a la costa caribeña. La autora de Juandoliando inició ese ejercicio de escritura para nada pretensioso, y sin embargo, alcanzó una destacable audiencia de lectores. Su columna sabatina, una colección de crónicas libres, se convirtió en un paseo por la frescura de su pluma ligera, en armonía con su vida frente al mar Caribe, y un tiempo después, en una revista con el mismo nombre editada por ella.
Penélope Frías y su esposo, Ángel Rosario, mejor conocido como “el Peje” o Santico, eligieron pasar su edad de semi-retiro en la comunidad playera de Juan Dolio, de la provincia San Pedro de Macorís. Desde ese lugar, Penélope inventó esa nueva conjugación verbal. Puso al lector dominicano a conjugar un verbo de su creación, juandoliar: dícese de la acción de ver la vida con gratitud, entusiasmo y alegría. Juandoliando era temáticamente variopinta. Un día trataba de una receta de cocina aprendida de su adorada madre; en otro, convocaba a la juventud a limpiar las playas. De repente, no solo mi tía Melba esperaba a Juandoliando; en Facebook, leía a mis alumnos universitarios, jóvenes milenios, proclamar que ese fin de semana iban a juandoliar. Penélope les confirió flexión verbal a un conjunto de actitudes.
A inicios del presente año, Penélope Frías decidió publicar una crónica de varios capítulos bajo el título La visita de Nonío. Sentada una tarde con su hermana Nonío, se convenció de la importancia de plasmar en papel, para sus descendientes, la historia oral de su familia. Alguien tuvo la buena idea de recomendarle llevar ese relato directo con sabor a conversación entre mecedoras y la brisa del mar, a otras personas distintas a su familia. Luego de recibir algunas recomendaciones técnicas sobre estructura y organización por parte de las escritoras Rita Indiana y Ángela Hernández, tuvo la valentía de publicar su trabajo, y sin proponérselo, a mi entender, su crónica, además de ser harto entretenida, aporta valiosos datos de interés sociológico.
Si los escritores de la doble fantasía como Nazario disfrutan de una admirable destreza para abordar lo complejo y conflictivo desde el recurso literario; Frías, en sentido contrario, tiene una gracia natural para presentar lo simple y armónico, sin que parezca una construcción idealista. La historia de su familia en Bonao durante los años cincuenta, es una estampa rica en imágenes, momentos y divertidas anécdotas de lo que fue el hogar dominicano, hasta hace pocas décadas.
En estos momentos de crisis, La visita de Nonío, maximiza su valor. La familia de la autora, es la quintaesencia de lo que fueron los hogares de nuestros padres y abuelos. Frías describe en pasajes ricos en detalles, los tiempos en que la solidaridad y la división de las tareas al seno del hogar eran parte de la crianza; aún en una casa donde existía apoyo doméstico y cierta holgura económica, gracias a las actividades mercantiles del padre de la narradora.
Frías cuenta que: “Desde pequeños, papá quiso encausarnos para que tuviéramos rasgos de la educación espartana también en el dominio de caprichos y emociones. Mamá se quejaba cuando papá ponía a mis hermanos a desyerbar la acerca de la casa, bajo el solazo y picándoles los tangos, a la grama que había que sacarle el junquillo, pero él lo hacía para disciplinarlos (…) Si a los muchachos se les hizo duro desyerbar, a nosotras nos la ponía difícil cuando teníamos que sacarle brillo a la caoba de los muebles a base de frotarlos con lanilla.”
Penélope, cuyo nombre de pila, al igual de que el de sus hermanos, Eufrosina (Nonío), Plutarco, Pisístrato, Esmirna, Telémaco, Clístenes y Lesbia evocan al mundo helénico, tuvo un padre que la inició en el gozo de la lectura de los clásicos desde temprana edad. A pesar de su acervo literario, prefiere acudir al argot popular, y hasta sus malas palabritas se permite sin atentar, por tal motivo, contra las reglas de redacción de crónicas. Y de manera especial, se atreve a reír y hacer reír con las penas y alegrías experimentadas por sus personajes, que no siempre la tuvieron fácil.
Preciso es recordar que en Bonao, su pueblo natal, Petán Trujillo, hermano del tirano, era la autoridad indiscutida. Mantenerse por debajo del radar de la dictadura, resultó un reto para un comerciante próspero como el padre de Penélope Frías. Entre otras decisiones, el progenitor, que en secreto les hacía conocer a sus hijos su desagrado por la figura de Petán, internó a su hija en un colegio de monjas, para alejarla de la mirada lujuriosa del hermano de Rafael L. Trujillo. En el internado, Frías vivió el asedio de los paleros del dictador contra las novicias, por el solo hecho de tener entre sus alumnas a Minou Tavares Mirabal, luego del asesinato a la madre y las tías de la niña, las hermanas Mirabal.
Su crónica se apega a los elementos del género. Es rica en la descripción de antiguos hábitos y costumbres. Me parece que La Visita de Nonío contiene una fuente de información de alto valor para la Sociología. Por ejemplo, la descripción los hábitos alimenticios de entonces, que desafortunadamente perdimos, y hoy tenemos que replicar a través de la cadena logística que lleva productos orgánicos a la mesa. Otra posibilidad que sugiero a la cronista, es convertir las anécdotas de su crónica en pequeños cuentos infantiles ilustrados. Las visitas al río, los bailes, las obras de teatro en el internado, las navidades y demás estampas de Bonao o Villa de las Hortensias, tienen ese derivado potencial.
La noción del barrio y del pueblo en el relato de Penélope es entrañable como honesta. No edita las costumbres y valoraciones de antaño, que incluyen hábitos o tratos que hoy consideramos políticamente incorrectos. La cronista precisa revestir su relato de integridad y no quiere ni debe presentarnos un retrato idílico del pasado. La visita de Nonío es una especie de Navarijo, de la segunda mitad del siglo XX. Al igual que Francisco Moscoso Puello, en la crónica sobre su infancia en ese barrio capitalino durante el siglo XIX, Frías provee una variedad de elementos que su memoria puede recordar acerca de la dinámica familiar de los años cincuenta. Ahora que estamos en comunión con nuestros hijos en la preparación diaria de los alimentos, la limpieza de la casa, el lavado y planchado de la ropa, en ocasión de la cuarentena para aplanar la curva de contagio de la pandemia ocasionada por el COVID-19, recomiendo su lectura. Se encuentra a la venta en Cuesta Centro del Libro, y espero que muy pronto también, Lo Tóxico de José Carlos Nazario, sea publicado. Su literatura es imperdible.
La primera vez que publiqué un columna no jurídica, fue en la revista Juandoliando invitada por Penélope Frías. La primera vez que un escritor me leyó, regalándome algunos elogios y muchas correcciones, fue José Carlos Nazario. Frías y Nazario me animaron a escribir sobre temas distintos a leyes, decretos o reglamentos. Notarán que Artes y Oficios adopta el estilo de crónica literaria inspirada en Juandoliando. Mientras exploro, en ocasión de la cuarenta, la posibilidad de publicar trabajos en otros géneros. Si me atrevo, es posible que le robe una sonrisa a mi tía Mela, Penélope me echará más porras que una cheerleader del Licey, y la crítica severa de José Carlos no se hará esperar. Cada una, una estimulante motivación.