Pensamiento y lenguaje, interior y exterior, concreción y abstracción, devienen en vértices enlazadas por una diagonal emotiva: la experiencia humana sintetizada, trascendida, a través de la literatura. El literato contrario al lingüista procura disgregar las vinculaciones etimológicas, transgredir el significado original para sugerir otros. El literato aspira a conocer causas, como el filósofo, pero opta por las intuiciones y las interrogantes, por palpar visceralmente desde sus emociones, antes que desnudar la realidad ordinaria. No es el significado del discurso, sino su discurrir —la danza, la sola magia de la movilidad, de lo impreciso— lo que seduce y atrapa al literato, como señala Kavafis en su poema Ítaca, le importa el viaje más que el destino.
La esfera de la literatura es lo humano, de ahí que no le afecte el remordimiento por el fingimiento que alude Nietzsche en su celebrado ensayo titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, cuando expresa que “el hombre usa el intelecto la mayoría de las veces para la simulación. El hombre posee un misterioso impulso hacia la verdad que lo lleva a inventar una designación ‘válida y obligatoria de las cosas’. Pero olvida que él mismo ha creado las palabras y las convenciones sobre los significados de las palabras.” Al contrario, cónsono con Nietzsche, lo ha dicho Fernando Pessoa con relación al literato extremo: “el poeta, (a Dios gracias) es un fingidor”. Las trampas circulares que desvelan a filósofos y lingüistas divierten al literato, pues este no construye la realidad, si no que la destruye con recursos figurativos para hacer surgir de las cenizas, fortalecida, la realidad vislumbrada.
Lingüistas y filósofos coinciden en que cualquier sistema de comunicación debe incluir alguna forma de representar la verdad adecuadamente. Para desvelar los secretos del universo, aspiración de la filosofía, el lenguaje debe proveer especificaciones y convencionalismos que prevengan la incertidumbre. En tanto los lingüistas se enfocan en demostrar la idoneidad de los sistemas comunicacionales (lenguaje, lengua, habla), los filósofos se concentran en justipreciar racionalmente, a través de los sistemas lingüísticos, cada aspecto relevante, cada causa atinente al saber verdadero.
Filósofos y lingüistas luchan con los problemas de relatividad y disgregación que las imágenes, principalmente, metonímicas y metafóricas, entrañan; cuando estas características constituyen objetos de pasión para el literato siempre en búsqueda de pluralidad, de polisemia poética. Así, mientras el problema del lingüista es alcanzar un sistema de símbolos combinados efectivo, en el cual el filósofo pueda discernir, sin confusiones, los significados y develar relaciones y condicionantes, al literato le basta y sobra con que los signos, significados y relaciones sean conocidos y compartidos por una comunidad de hablantes.
Si bien el literato rechaza la mentira, disfruta en disgregar el error. Se siente cómodo con la imprecisión, pues no persigue tierra firme, sino satisfacción existencial mediante el vuelo imaginativo. Y es que la literatura, y más la poesía, no está concebida —aunque lo contiene— para el conocimiento lógico, ordinario o empírico; sino para el trascendente, aquel que anida en la sensibilidad mediante razones, como dijo Blaise Pascal, que la razón misma desconoce.
Las teorías del lenguaje han sido concebidas para explicar las estructuras lingüísticas o como plataformas para el lanzamiento de teorías de pensamiento; en tanto las teorías literarias, que en ocasiones podrían originarse o compartir alguna teoría del lenguaje y también una teoría filosófica, se enfocan más en lo existencial, en contener (esta vez como posibilidad o memoria verbalizada), en consonancia con el pensar de Ortega y Gasset, la fragilidad del ser y sus circunstancias.
Lo empírico, el estar en el mundo, es fuente primigenia de toda abstracción o especulación, de cada conocimiento o significado, esto es, del lenguaje. Toda novela o poema es enunciación de la experiencia humana. Al margen de lo útil e indispensable de los enfoques pragmáticos de la lingüística y la filosofía, la mayor aspiración creadora posible en el lenguaje es la literatura y, dentro de esta, la poesía deviene en la última frontera de la estética. Mientras el lenguaje constituye abstracción de la realidad, la literatura, esencialidad del lenguaje, contiene, en paradoja, la concreción de la espiritualidad, de la verdad, claro según el ser humano; en palabras de Nietzsche, “la metamorfosis del mundo en los hombres” o bien la “comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada”.
Es un contexto aprehensivo —en tanto visión homocéntrica de la concepción regular del lenguaje—, pero corresponde cabalmente al ámbito primigenio y exclusivo de la literatura. El literato celebra lo que al Nietzsche filósofo escandaliza, la relatividad de un sistema referencial que es “eco infinitamente repetido de un sonido original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre”. Si no lo estaba, la literatura pone al hombre en el centro de todo. Cada literato, con las palabras contenidas en sus textos, tiene la capacidad de construir, deconstruir o simplemente, tontear, retando con desparpajo al silencio: ¡Allá cada quien con el destino de su verbo!
Al margen de las tonalidades destacadas, sobra señalar que de lingüista, literato y filósofo, todos tenemos mucho más que un poco…